La Argentina blanca y la Argentina morena
El estadista debe reconciliarlas.
Artículos Nacionales
escribe Oberdán Rocamora
Redactor Estrella, especial
para JorgeAsísDigital
Con su astucia tradicional, la izquierda, bien organizada y trotskista, en sus diversas vertientes se cuelga sobre la medida de protesta instrumentada por «la burocracia sindical». Para quedarse, en la práctica, con el dramático protagonismo, multiplicado en todos los televisores del mundo.
A través del trío aceptable de secretarios generales, que representan el poder delegado, la Confederación General del Trabajo carga con el tremendo gasto de convocar al paro general que precisamente la desgasta. La CGT no moviliza, pero facilita, con impotencia, que la izquierda, encabezada por el Partido Obrero, movilice hasta apropiarse del acontecimiento.
Se trata de la izquierda racional, que sigue los lineamientos del pensador revolucionario Nahuel Moreno. Alejada del foquismo insurreccional y del individualismo armado.
Una izquierda eventualmente aliada, que aspira, en la primera de cambio, a desalojar a los ajados dirigentes sindicales del peronismo. A suplirlos. Al ambicioso afán de vencerlos.
En el último paro, el primero de la Era Macri, la militancia morenista obligó, a las apacibles fuerzas de seguridad, a ensayar el olvidado juego de la represión. A través de los pobres gendarmes que fueron preparados para tareas superiores. Nunca para proteger el anonimato detrás de un plástico furtivo. Ante la militancia morenista lanzada, que supo poner organización y palos.
Para espantarlos (los gendarmes) con los palos de la autoridad, que celebran los autoritarios precarios. En simultaneidad con los chorros de agua, para algarabía de los reporteros televisivos que suelen empacharse con las imágenes. Ideales (las imágenes) para los comentarios emotivos de los analistas fáciles que prefieren cuestionar, en la práctica, el «atrasado» recurso del paro. Efectuado, por otra parte, sin mayor convicción. Para cumplir con el rito de impugnar una política económica irremediable, que reproduce la pobreza hasta el infinito, y la desocupación que, en el fondo, legitima.
El turista escandinavo
En el medio, cual turista escandinavo, se encuentra Mauricio Macri, el presidente del Tercer Gobierno Radical.
Mientras lo supera la sucesión de acontecimientos, Macri trata de entender. Algo fascinado porque recibió el oportuno espaldarazo de decenas de miles de argentinos blancos. Los que salieron por las calles del barrio para brindarle el apoyo que termina por confundirlo. Aún más. Al extremo de instalarle la falsa idea de que conquista, al fin, el «control de la calle».
Lo gravitante es que la aprobación del sector tonificante de la sociedad blanca le renueva la energía. Consolida la confianza, la autoestima. Como para lanzarse, por ejemplo, a confrontar «con las mafias». Hasta radicalizarse en la oralidad y deslizarse por el tobogán de la adolescencia política. A los efectos de embestir contra los fantasmas imaginarios de los mafiosos que pretenderían derrocarlo.
Aunque, para ser francos, con los supuestos derrocadores, Macri se haya comportado, hasta aquí, como un angelito de Dios.
Porque puso dinero de más (o al menos lo prometió), para las organizaciones sociales.
Porque puso bonos de más para saldar la deuda por las obras sociales de los sindicatos. Deuda que nunca La Doctora les iba a abonar.
Mientras tanto, el turista escandinavo se dedica a pregonar la apertura verbal hacia el mundo. Que de ningún modo es verdadera, pero estimula la fantasía de la post verdad.
Nada importante se importa, mientras se exportan las intenciones orales.
El país debe consolarse con el saludable calificativo de neo pastoril (cliquear), identidad nada desdeñable. Condición de granero elemental que hoy se comparte, pero que sirve para mantenerse relativamente, y asumir los riesgos del endeudamiento.
Mecanismos inútiles para crecer, para crear los míticos «puestos de trabajo». O abrirse hacia el mundo que presuntamente espera.
Hacia los dichosos inversores que se ocultan detrás de los informes de las consultoras. Y que tienen, simplemente, el hemisferio entero a disposición.
Aunque privilegian, en materia financiera, los bonos de oferta de la regalada Argentina, con la atractiva euforia del festejo timbero.
Por más que se encuentre internado en la sala de terapia intermedia, a la Argentina todavía se le puede sacar sangre. En irresponsable cantidad.
Mallea y las Argentinas posibles
En los 50, Eduardo Mallea ya nos hablaba de una Argentina secreta. Invisible. Tiempos de esperanzas.
Hoy no hace falta ser ningún intelectual brillante para aceptar que persisten, al menos, dos Argentinas casi irreconciliables.
Una Argentina blanca, emotivamente antiperonista, compuesta por fundamentales pagadores de impuestos, por consumidores que mueven lo poco que queda de la economía.
No tienen el menor interés de volver al pasado, que se traduce como la Argentina de La Doctora. La identifican, sin mayor rigor, con el peronismo que supo ser un «fenómeno maldito», hoy transformado en un conjunto invertebrado, sin conducción ni personalidad. Aunque contenga también a la izquierda que siempre, con habilidad, se le cuelga. Hasta el momento de sepultarla.
La Argentina blanca de la referencia está rigurosamente disociada de los exponentes complejos de la Argentina morena.
Como si confrontaran los que ponen para el presupuesto, con los que sacan del mismo presupuesto. O con los que empatan forzadamente con un trabajo insuficiente, que para colmo peligra.
La Argentina morena se encuentra colmada de seres que la pasan específicamente mal. Padecen la cercana melancolía del consumo.
Seres que se resisten a convertirse en la mera variable del ajuste. Víctimas del pragmatismo que funciona como daño involuntario del proceso de racionalización. Del combate (también falso) contra el «gasto público», que sin embargo se eleva. Generador del déficit que el peronismo siempre pateó para adelante, que lícitamente le importa casi un c…
«A mi dame la mía y metete el déficit en el…».
«Te envuelvo con la macroeconomía y a la basura».
Aunque puedan reconocerse los males contables que se atraviesan, resulta imposible gobernar con alguna de las dos Argentina en contra.
Por ejemplo contra la Argentina blanca, la que se pone, al menos con los impuestos. Como intentó embestir La Doctora después de 2009.
Pero tampoco se puede gobernar, como Macri hoy, aferrado a los valores democráticamente susceptibles de la Argentina blanca. Contra la Argentina morena. La que se siente retroceder con los trece millones de pobres que en apariencia sobran.
Los que no debieran ser mostrables. Aunque ya alcanzaron un notable nivel de organización social.
Esa Argentina morena se encuentra en condiciones anímicas de obturar, con cortes de mangas y de esquinas, el paso triunfal de la Argentina blanca.
El desafío de engarzarlas
Sin embargo ambas Argentinas imploran por el estadista que sepa engarzarlas. Hasta fundirlas.
A los efectos de convencer, a cada una de ellas, de la necesidad de entender los problemas fundamentales de la otra. Sin, en lo posible, brotes de rencor.
Con la pasable convivencia del vecino decente que arroja los deshechos, con los cartoneros que viven examinándolos. En la misma cuadra.
Salvo que se crea, contablemente, que en efecto aquí sobran esos 15 millones de personas. Sin ellos, la felicidad colectiva podría ser una aventura viable.
La persistencia de las dos Argentina fomenta la confrontación de clase. Para algarabía de la izquierda morenista, que espera. Sin potencia electoral, pero con unidad de acción y concepción.
Como el excelente producto explotable que es, Macri debería clavarse el uniforme de estadista. Para aplicar, de una buena vez, la propia consigna que recita en sus olvidables presentaciones.
«Unir a los argentinos», confirma.
Para encarar la faena titánica debe cuidarse, en principio, de los adherentes. Los que lo impulsan a radicalizarse en el error. Hasta clausurarse en la eterna adolescencia (política).
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