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Treinta años de «Flores»

Prólogo de la Edición Aniversario de Planeta, de "Flores robadas en los jardines de Quilmes".

Jorge Asis - 1 de septiembre 2010

Treinta años de escribe Jorge Asís, especial
para Editorial Planeta
y JorgeAsísDigital

En la frontera de los 30 años, me sentí -34 años atrás- en condiciones de encarar un precipitado balance generacional. Escribí «Flores robadas en los jardines de Quilmes» entre noviembre de 1975, y octubre de 1978. Entre las virulencias del final de Isabel y la consolidación del Proceso de Videla. La pasión por la cronología me induce a registrar que 1979 entero lo pasé entre rechazos honorables. Los que, simultáneamente, me fortalecían. Las editoriales «no podían» publicarme las «Flores». Debía entenderlo. Sin embargo los rebotes elegantes trascendían. Y -reitero- me enaltecían. Evoco, incluso, alguna ironía de Carlos Marcelo Thiery, compañero en la redacción de Clarín (que inspirara un posterior libro fatídico):
«Asís se obstina en encerrarse a escribir libros que nadie nunca le va a editar».
Pero se creaba, paulatinamente, el marco propicio. La favorable expectativa. Mientras tanto, asomaba la levedad de una apertura respiratoria. Evoco aquel sarcasmo de un texto que felizmente nunca publiqué: «¡Vendrá Viola y seremos felices!». Cuesta aceptar, hoy, que el traspaso del general Videla hacia el general Viola representaba, para la época, un avance. Como una rendija. Desde donde se perfilaba la luz (pero no debo caer en la traición de exagerar. Nunca escribí con mayor libertad interior. Sin urgencias. Tenía la certeza de saber que nadie esperaba mis textos).
Para la trágica frivolidad del momento histórico, entre los escasos iniciados que habían tenido acceso a las «Flores», la novela era calificada de «dura». Imposible de ser editada. Thiery, en definitiva, tenía razón. Debo aceptar también que la victimización me resultaba gratificante. Sobre todo para aquellos que me creían víctima (en adelante traté de apartarme de todo aquello que pudiera parecerse a la queja. Aquel que se queja, en la Argentina, pierde, en especial en materia de consideración interior).
Pero por intermedio de Jorge Lafforgue, en febrero de 1980, el original -las dos carpetas de «Flores»- desembocó entre los mármoles de la Editorial Losada. Debo renovar, aquí, como siempre que tengo la oportunidad, el agradecimiento hacia dos formidables escritores muertos. Pertenecían a «la Casa». A Losada. Suelo emocionarme al evocar aquel apoyo de Beatriz Guido, narradora hoy menos frecuentada por la proverbial estupidez de la vida literaria. Y de mi eterno amigo Elvio Romero, «el poeta de los inventos».
La tirada iba a ser de recatados tres mil ejemplares. Pero de pronto apareció Hugo Levin, de la Distribuidora Galerna (cuya editorial también la había explicablemente rechazado). Con su intuición comercial. Sorprendió Levin con la compra anticipada, antes que el libro saliera, y en firme, de mil ejemplares. Entonces Losada, pese a la cintura de mármol, decidió hacer cinco mil.
En julio de 1980, después que me entregaran los primeros diez ejemplares, partí -enviado por el diario-, hacia Roma. Por mi cuenta, y como siempre que pude, pasé después a París. Conste que sin la hegemonía cultural del celular, ni la dependencia comunicacional de la notebook. Desde una cabina del Boulevard Saint Germain, a la que debía ponerle monedas de cinco francos, me entero que «Flores», en la Argentina, era best seller. Puedo mentir y afirmar que no podía creerlo. Pero estaba seguro que la iba a embocar.
Las ediciones, en adelante, se multiplicaban. De repente, era el protagonista infatuado del «fenómeno Asís». Me enfrentaba a la imprevisibilidad del éxito que deseaba. Y que esperaba. Lo había construido con paciencia oriental. El éxito finalmente iba a condicionar, a través de sus derivaciones, mi literatura. O que sea dicho sin el menor efectismo dramático. Tal como lo había diseñado, iba a condicionar mi vida.
La respuesta, favorablemente masiva, de los lectores, contrastaba severamente con la adversidad, casi general, de las críticas. Las admiraciones me capitalizaban. Pero crecía, con superior magnitud, la fervorosa denostación. La conjunción interminable de impugnadores. Podía amontonarlos, desde mi provocativa altivez, en clasificaciones imaginarias. Impugnaciones por motivos éticos. Devaluaciones por códigos estéticos. Florecían, sobre todo, hasta expandirse, los que menoscababan por haberme consagrado durante un período indigno. «La Dictadura».
La historia política de la publicación de «Flores» es, a mi criterio, ilustrativa de la realidad, tanto como el propio libro. A través de sus peripecias pueden interpretarse los altibajos institucionales del país. Las imposturas surcadas por las veleidades del oportunismo, en el que era especialista vocacional. Conste que debí crear, invariablemente, entre situaciones límite. Aludía al equilibrio improbable entre la aprobación y el rechazo. Los equívocos usuales me permitían la jactancia de clasificar también mi obra a partir de los períodos institucionales del país. Marco referencial.

Primero, está la obra desde antes de 1976. Se extiende desde «La manifestación» hasta «Fe de ratas».
Segundo, la obra desde el 76 al 83. Abarca desde «Flores» hasta los «Cazadores de Canguros» (e incluyo las centenares de crónicas de Oberdán Rocamora).
Tercero, la obra compuesta en la etapa más adversa de mi trayectoria literariamente vital. Período, el alfonsinismo, personalmente «rimbaudiano». Comprende desde el 84 al 89. O sea desde el extraordinariamente diabólico «Diario de la Argentina» -que nadie más va a reeditar- hasta «El Cineasta y la partera».
Cuarto, la obra de los enteros años 90. Escrita, en general, en Europa. Precisamente es la menos conocida. Consecuencia de las imposturas generadas en los tropiezos de los ciclos anteriores. De la dinamitación de tantos puentes cruzados, que me clausuraban las posibilidades del regreso.
Si a los 30 años me sentí en condiciones de encarar un balance, anticipo que a los 64 años me siento preparado para redactar mis memorias.
Son 45 años de literatura, periodismo y política.

«Flores robadas» tuvo la suerte maléfica de haberse convertido en el éxito de transición, entre las rupturas del facto y las aperturas de la democracia. Tuvo, aparte, la desdicha involuntaria de no haber conseguido que se la leyera como una novela. Libro «duro», pero sólo hasta su publicación. Consumido desesperadamente, en la antesala del epílogo del proceso militar. Para transformarse, en 1982 -después de Malvinas-, en un libro «blando». «Casi concesivo». «Literatura del consentimiento», como escribió alguien. O agravios peores, como «éxito del nazismo». «Literatura neofascista».
Del «fenómeno» intenso hacia el escarnio irreparable. El trayecto lo explica, con claridad, el proyecto de llevarlo al cine. En principio tampoco era posible la filmación. De todos modos, el productor me pagaba puntualmente, pero para no producirlo. En 1983, cuando perfectamente podía filmarse, en un rapto de pragmatismo lúcido, el productor me dijo:
«Ahora que todos vuelven, Asís, no tiene sentido hacer una película sobre los que se van».

Pasaron ediciones innumerables. Distintas editoriales. Colecciones de bolsillo. Pero 30 años después, «Flores» -independiente de mí- insiste. Merece, acaso, después de tanto tiempo, que pueda ser leída como lo que es. Literatura. Narrativa. Ejercicio del lenguaje («mi distrito es la palabra»). La novela que signa el precipitado balance generacional de la época que, aún, nos paraliza. Aparte de haber condicionado, para siempre, la existencia del personaje polémico que la escribió. Al que, su prestigio, paradójicamente suele jugarle en contra de su obra. Pero aquel autor, Jorge Asís, tanto en primera o en tercera persona, fue racionalmente feliz al escribirla. Como lo es hoy, después de 30 años, al sentirla irreverente, divertida, desopilante, conmovedora. Viva.

Jorge Asís,
julio del 2010.

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