Café noventista con Menem
Sin rencores, lúcido y cordial, en el país de los malos finales.
Editorial
escribe Jorge Asís
especial para JorgeAsísDigital
Se lo ve sereno, sin rencores. Positivo e invariablemente cordial. Actualizado, acaso de más. Atiende las emisiones políticas del cable, conoce hasta los detalles de los programas “de chimentos”, a su juicio, “los mejores”. Lo divierten.
Un café con el Presidente Carlos Menem aún es una aventura posible. El dato sorprende. Se había instalado que Carlos no quería ver a nadie. Que andaba en baja, retirado, mal, deprimido y enfermo. Macanas.
Sale poco de su casa de la calle Echeverría, situada en el costado casi inaccesible de Belgrano (interrumpido por vías y barreras clausuradas).
Pero porque no tiene ganas de salir. Va con alguna frecuencia hacia su despacho en el senado. A veces va hacia “la casa de Zulemita”, a comer, también en Belgrano. Trasciende que alguna vez fue a comer a la casa de Carlos Corach, que fue de sus principales ministros. De los pocos colaboradores que lo visita con regularidad.
El país de los finales horribles
Abundan -sobre todo en el peronismo- los graves tenedores de sacos. Valientes y siempre dignos con el cuerpo y el coraje de otro. El que debe pelear, poner el cuerpo y la historia. Mientras se le tiene simbólicamente el saco.
Los tenedores de sacos desaprueban las posiciones penúltimas de Carlos Menem. Los fastidia el epílogo sin grandeza. Como si quisieran tenerle de nuevo el saco, para que Menem salga a inmolarse. A luchar, en desventaja, contra los perseguidores judiciales que no lo dejan mover. Y buscan tenerlo de nuevo adentro.
Los tenedores de sacos juzgan en general sin ensuciarse. Utilizan la ropa y la trayectoria del otro, en el país triste y sin memoria, donde todo termina llamativamente mal. Siempre.
Proliferan, también, los seres objetivos que admiran -y valoran- secretamente a Menem. Sin decirlo, claro. Sin haber sido necesariamente menemistas.
Son los que cotidianamente preguntan por Menem, incluso, con cierto recato. En voz baja, como si transgredieran.
Como si evocarlo fuera una profanación.
“Si lo ves a Carlos mandale un abrazo”, piden. Como si se jugaran.
Descuentan que es aún políticamente incorrecto -y hasta patéticamente inconveniente- establecer una línea de comprensión distinta a la visión oficial. La predominante, de los vencedores transitorios del relato.
Es la interpretación que lo condena. Que paraliza a los distantes seres objetivos que impugnan, en silencio, la visión tan plácida de la historia. Siempre acomodada al oportunismo (o la hipocresía) de la coyuntura.
En el país de los finales horribles, cuesta admitir que el hombre -Menem- supo encabezar la más notable transformación económica que se tenga memoria. La gestación del clima de inversiones que cualquier distraído, con fervoroso maniqueísmo, hoy devalúa. O degrada.
Comparar aquel ciclo dinámico del capitalismo, con la pesadumbre retórica de la actualidad, significa apelar, apenas, a la autocompasión. A la flagelación del destino.
Sólo cuando se despejen las turbulencias de la frivolidad imperante podrá aceptarse que, durante la gestión de Menem, transcurrió la última apuesta estratégica de política internacional. Para la Argentina, que no siempre estuvo a la deriva.
Cuando el mundo estaba ahí nomás. Cuando desfilaban los presidentes en el Hotel Alvear, uno o dos por semana, y el universo entero nos tenía en cuenta.
Se marcaba el peso de la presencia. La identidad remitía al respeto. A la ambición. Cuando el argentino carecía de visados.
Por último, en el país donde todo termina para el demonio, y donde se odia preventivamente mucho más de lo necesario, cuesta aceptar que el hombre -Menem- intentó pacificar, para crecer, hasta los espíritus más rebeldes.
Quiso acabar con la perpetua confrontación y creyó, acaso equivocadamente, en la reconciliación nacional.
Fue, en definitiva, un iluso. Merece perfectamente la espalda de los semejantes. La condena de los rencorosos que quieren lanzarse frontalmente a la autodestrucción del desprecio. Al saqueo de la verdad histórica.
Místicas
Durante el café noventista con Menem desfilan los protagonistas de la hora.
Le contaron que Sergio Massa, La Rata del Tigre, Aire y Sol II, suele generar, en las caminatas por el conurbano, algo similar a las adhesiones súbitas que generaba él.
Ocurre que Sergio saluda a los hombres con un apretón intenso de manos, y con la mirada clavada en los ojos del otro. Besa a cada una de las mujeres que se le cruza. Les da la mano a los camareros como a los empresarios. Se aparta, en las comidas elegantes, para besar a las damas del servicio.
¿Como hacía quién?
Le cuentan que Daniel Scioli, el Líder de la Línea Aire y Sol -iniciado por Menem en “el arte de la política”- conserva también algún atributo “del maestro”.
La mística imbatible. La creencia casi milagrosa en el supremo poder del yo.
Por más obstáculos que se le interpongan, el Líder siempre debe transmitir la seguridad del que sabe que va a llegar a lo más alto.
Después de cualquier retroceso, la mística suele lograr la recomposición.
La suerte debe ser siempre trabajada. Incentivada. Convocada.
Por supuesto que también desfilan, moderadamente, los brotes del pasado. Por principios, aunque otros lo tienten, o lo induzcan, Menem nunca habla mal de nadie. Ni siquiera habla mal de Cristina, La Doctora. Al contrario.
Lamenta, apenas, que La Doctora no consiga encarrilar la situación, dominarla.
“La ingratitud es peor que la alcahuetería”
Pero aquí no se trata de componer ninguna entrevista periodística.
Esta es la crónica de un simple café con un buen amigo, que supo ser Jefe Político.
Como sentenció el poeta Julián Centeya:
“La ingratitud es peor que la alcahuetería”.
Mientras tanto se acerca, o por un llamado se aleja, Ramón Hernández. El inseparable asistente que instrumentó el encuentro.
Incluso, de pronto, aparece Alito.
Se trata del doctor Alito Tfeli, el que vigila de cerca la salud de Carlos.
Está “todo en orden, controlado”.
Consta que Alito cuida más la salud de Carlos que la propia. Que necesita de cuidados.
Quince minutos después llegan otros dos médicos, convocados por Alito. Les basta a los profesionales con mirarlo para saber que El Presidente está bien.
Llega también Fernando Galmarini, El Pato. En la visita anterior, Galmarini le trajo a “Negro”. O sea a Eduardo Duhalde. Muestra la foto que aloja en su celular.
Llega también, sin avisar, hasta Tony Cuozzo, el peluquero legendario. Tony mira la cabellera del cronista con deseos de tijeretearla.
Mientras tanto Carlos toma otro café que le sirve la señora Ángeles. Come, de a poco, un sandwich de miga negra. Con la televisión siempre al lado, el control remoto cerca, el aire acondicionado en 23. Ahora con Pato Galmarini se habla de fútbol.
Como escribió Nicanor Parra: “Todo está como era entonces”.
Como cuando Carlos gobernaba. Macanas.
Jorge Asís
para JorgeAsisDigital.com
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