Cenizas del Volcán Schoklender
EL PRECIO DE TENERLA CERCA (III): En vísperas del invierno más cruel para el kirchnerismo.
Editorial
El Volcán Schoklender, a través de erupciones de corruptelas, desvíos de capitales públicos, y ostentosas Ferraris, amenaza con oscurecer el epílogo del ciclo póstumo del kirchnerismo. Con una virulencia superior, incluso, que las inofensivas erupciones del volcán Puyehue, que atormentan, desde Chile, la rutina respiratoria de los patagónicos, y mortifican la aviación.
Las cenizas del Volcán Schoklender cubren de mugre la pátina moral del humanitarismo pontificado.
Se pasa de «las pelotudeces», para la señora Hebe, o de las «pavadas», del cocinero ministro Boudou, hacia el forzado recital de las explicaciones improvisadas.
El comienzo de junio anticipa -para el kirchnerismo póstumo- el invierno más cruel. Ironías, del destino o simplemente de la realidad, que se ocultaba por un conjunto de insolvencias.
Justo cuando Cristina se encuentra en su dominante momento político. Con el duelo redituablemente asimilado. Con el peronismo, casi entero, colgado de su «Vestidito Negro» (cliquear), en competencia por sus atenciones, con los fondos de olla del frepasismo tardío. Con la sociedad, aún fascinada, por las producciones con espejitos de colores de Fuerza Bruta.
Pero de pronto surgen, con las cenizas de la devastación, las pruebas, al menos, de su ineptitud.
En el mejor de los casos, y con el pensamiento más inocente, brotan las pruebas fatales de tanta incapacidad para la improvisación.
De la imposibilidad para controlar el impresionante dispendio de los fondos públicos. Del erario puesto al servicio de una organización éticamente incuestionable, pero conducida por un Madoff local. En versión grotesca.
Tragedia de una Era anterior
Al cierre del despacho, aún no se registró, que se sepa, ninguna renuncia. De los tantos irresponsables que fueron cómplices conscientes de la construcción artesanal del Guitaducto. De la distribución de fondos para los manejos de la Fundación Madres de Plaza de Mayo.
Intercambio que garantizaba la exhibición permanente de ancianas, con los clásicos pañuelitos blancos, para el aplauso fácil en cualquier acto kirchnerista.
Viejitas de adorno, que suministran la certificación que se asiste, ante todo, a las demostraciones rutinarias de un gobierno progresista. Que mantiene, como apotegma básico, la impostura de defender los derechos humanos. Con la prenda, casi testimonial, de los mil militares presos.
Son los protagonistas, a menudo tangenciales, de la tragedia de los setenta. De las violentas carnicerías registradas antes de la invención del fax. Cuando no había celulares ni Internet, y ni siquiera televisión en colores.
Tragedia, la de los setenta, de una Era anterior. Que Argentina creyó, acaso ilusoriamente, haber resuelto en los noventa. Para volver a manosearla en los dos mil, hasta hacerla inacabable. Con la justicia, y el humanitarismo, al servicio de una noción divisoria de venganza.
Mientras tanto, en la antesala del invierno cruel, los devaluados opositores comienzan, paulatinamente, a armarse.
En la frenética capacidad para la reiteración histórica, hoy otro Alfonsín amenaza con la variable, matemáticamente posible, de colocarse la banda presidencial.
Y crecen, en medio de los entrecruzamientos, los desacuerdos distritales, la posibilidad de consolidar una fuerza que aún no preocupa lo suficiente a la multitud de dirigentes colgados, con incomodidad, del Vestidito Negro. Aparte, a la izquierda del kirchnerismo, se genera otro proyecto, encabezado por Hermes Binner, que irremediablemente rebana segmentos inclinados hacia los márgenes de la revolución posible. Denominada, en el portal, Revolución Imaginaria.
El rescate
La próxima prisión de Sergio Schoklender, y de su troupe más visible, no va a atemperar el rigor de la catástrofe.
Caen las cenizas iniciales del Volcán Schoklender. Con la secuela de nombres destinados a la celebridad, que inquieta a la comunidad de piel más sensibilizada.
Desde el multifacético contador Alejandro Gotkin, hasta la pobre Marcela, que suele animar, para ganarse decentemente la vida, fiestas infantiles. Pero también firmaba los papeles que su compañero -Alejandro- le alcanzaba. Animará otras fiestitas.
En medio de la debacle, para respirar un poco, además de ponerse el barbijo, lo recomendable -para los cráneos del oficialismo-, es salvar, del rigor de las erupciones, a la señora Hebe de Bonafini.
Ella se encuentra situada, hoy, en el centro de todas las conversaciones. De las sospechas. Debe asumir el riesgo de presentarse como una pobre crédula engañada. Una mujer herida en su confianza, por traicioneros y ladrones. Para salvar, en definitiva, a El Furia, el estratega que decidió ponerse con dinero del Gorro Frigio. A los efectos de pagar «El precio de tenerla cerca» (cliquear). Con el pleno conocimiento, como los ministros y secretarios del área, involucrados en la liberación de las partidas, que la Constructora Inmobiliaria de las Madres de Plaza de Mayo estaba sostenida por la irregularidad. Con montones de cheques sin fondos que podían volantearse en el Banco Central. Con ministros provinciales complicados (acaso también algún gobernador) en la triplicación de precios, y con la caravana de erupciones que pronto, ineludiblemente, van a saltar. Aunque mantienen la esperanza que sean tapadas, según nuestras fuentes, por las erupciones del próximo escándalo. Se aguarda para el final de la semana.
Muerto irresponsablemente El Furia, se impone salvar a Hebe. Para rescatar también, de las cenizas, a Cristina.
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Las dos Hebes
De los 70 a los 2000.
La primera versión de Hebe Pastor de Bonafini es admirablemente respetable.
No sólo por las trivialidades usuales, que aluden a la valentía para enfrentar a «la Dictadura».
Lo destacable, en la conducta de la primera Hebe, es que nunca apeló a la compasión.
Dista de ser la señora quejosa que se escapa por la tangente de la negación.
Los hijos, para ella, nunca fueron presentados como pobrecitos que no hicieron nada. Inocentes víctimas de los hombres malos. Asesinos que los castigaron con la represión y las vejaciones. Consecuencia trágica, acaso, del error. Del malentendido. «El chico no fue».
Al contrario, aquella Hebe merece admiración -y sobre todo respeto- porque siempre rescató lo que el hijo fue. La entrega, de los hijos, hacia la lucha revolucionaria.
Mientras los homenajeaba parecía, incluso, a través de sus exaltaciones, que Hebe los superaba en las categorías revolucionarias.
Bancar la idea revolucionaria, en los setenta, era casi un acto cotidiano. Bancarla en los noventa, o en los dos mil, era una desmesura.
En la segunda versión de Hebe, durante el opaco final de su trayectoria, lo despreciable no son, tampoco, los lugares comunes que aluden a sus barbarismos. Provocaciones resonantes que la situaron en posiciones de aislamiento indefendible.
Se le reprocha, a la última Hebe, haber banalizado la lucha revolucionaria de sus hijos. De todos los hijos de las Madres que institucionalmente representa.
Al entregar la memoria de tanta lucha, en bandeja, para beneficio del kirchnerismo. Con su proyecto preparado para la transformación. Pero no de la sociedad. La transformación de ellas.
Y no necesariamente para corromperlas. Para arrastrarlas hacia el fango actual de la desconfianza. La sospecha.
Los hijos murieron, en definitiva, para que un conjunto de patanes fuera a esquiar, con el dinero del Gorro Frigio, en sus aviones privados. Y a jugarse, en el casino, al siete y medio, con los fondos públicos, la sangre derramada.
La sangre negociada. Por partidas miserables.
La inflamada cuenta de los 30 mil muertos, o -con rigor aritmético-, la estricta barbaridad de los 10 mil, no murieron por la tergiversación del «modelo». Por las glorias orales de la actual revolución imaginaria. Por el simulacro de creer que Néstor, El Furia, y hoy Cristina, forjan el país por el que lucharon frontalmente. Con su derecho, lícitamente generacional, de haberse equivocado.
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