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El Providencial

Tristeza personal por la muerte de Alfonsín.

Jorge Asis - 2 de abril 2009

Artículos Nacionales

El Providencialescribe Jorge Cayetano Zaín Asís
especial para JorgeAsísDigital

«¿Por qué estoy aquí?».
Se lo preguntaba Bernard Henry Levy, en las inmediaciones del cementerio de Montparnasse, mientras sepultaban a Jean Paul Sartre.
«Si no estoy seguro de haberlo querido», agregaba.

Evoco la sinceridad de Levy, al indagar, en las inmediaciones del cementerio de La Recoleta, acerca de las razones de esta franca tristeza. Al borde del llanto. Por la muerte de Raúl Alfonsín.
También, «no estoy seguro de haberlo querido».

Dante

Al contrario, A Alfonsín lo combatí.
La confesión, entre las exaltaciones laudatorias, adquiere la tonalidad de la impertinencia.
¿Por qué estoy tan triste, entonces, por la muerte de Alfonsín?
Acaso porque desaparece el último político al que, en todo caso, valía la pena oponerse.
Tenía, al menos, ideas. Y avanzaba con ellas. Atropellaba.

Primero desde la revista «Libre», en 1984. Después desde la pendiente personal de «El Informador», en 1987, como periodista fui excesivamente crítico con su gobierno. De más.
Con lo dificultoso que era oponerse, en la época, a Alfonsín. Aquel que lo intentara, entre el 84 y el 86, debía penetrar, sin suerte, el riesgo de la sospecha.
Recibía el mote, casi extorsivo, de «desestabilizador». O, directamente, de «golpista».

En los textos, solía llamarlo, a Alfonsín, El Providencial.
Los amigos memoriosos aún festejan la chicana permanente que utilizaba de acápite:

«Esto se derrumba».
Dante.

Referencia inequívoca hacia el recursivo Dante Alighieri.
Pero se trataba, en realidad, del vaticinio cotidiano del amigo Dante Loss. Que solía repetirlo en el Florida Garden. Hasta que «esto», o sea el alfonsinismo, se «derrumbó». Entre las llamas de la hiperinflación que consumía el voluntarismo de la retórica. Ante el descreimiento generalizado. La condena del desprestigio que se mantuvo inalterable. Hasta, acaso, el «providencial» accidente automovilístico. Fue en las proximidades de un pueblo del sur.
La Argentina es adicta al virus cíclico de la revaloración.

Ganas de oponerse

En 1983 -que conste- lo apoyé a Luder.
Cinché, incluso, hasta por el inolvidable Vicente Saadi. En el debate contra el innovador Dante Caputo. Por aquel referendo del Beagle.
Había que tener ganas, en cierto modo, para oponerse. Una firme voluntad para estar en contra.
Participé -por si no bastara- de la sucesión impotente de las protestas sindicales. Fueron trece, y desembocaban inalterablemente en la Plaza de Mayo. Cuando un opositor sólo podía servir oportunamente de marco. Para refugiarse detrás de las invocaciones de Saul Ubaldini. El que dijo:
«Llorar es un sentimiento y mentir es un pecado».

Hay que aceptar que, a través de la recitación del Preámbulo, con el envoltorio sublime de la oratoria, Alfonsín supo cautivar a los sustanciales sectores medios de la sociedad. Son los mismos que ahora le cedieron definitivamente la espalda a Kirchner, que tanto tiene que ver con la celeridad de la revaloración de Alfonsín.

Llevarnos puesto

A los sospechados opositores, durante cuatro años, Alfonsín nos llevó puestos. Con la propia inspiración. Con proyectos movilizadores. Con la batería de perversidades ejemplares que solían gestarse desde el Grupo Esmeralda. Antecedente, inexorablemente superior, del amontonamiento de Carta Abierta.

Nos llevaba puestos con el manejo globalizador de la casi totalidad de los medios de comunicación. Donde imperaba la democracia del discurso hegemónico. Aplastantemente único.
Con los canales televisivos estatales, también democráticamente distribuidos, entre los referentes principales de «La Coordinadora» que inútilmente se diabolizaba.
Con la instalación, definitoriamente exitosa, del flamante sistema para «hacer política». A través del culto celebratorio de «el operador». Aporte culturalmente sustantivo. Gestor de operaciones precisamente recaudatorias. Legitimadas por la instalada idea del necesario recurso económico. Pretexto para «hacer política».
Para financiarla y quedarse, en principio, con algunos vueltos.
Para después cederle, a la política, simplemente, los vueltos. Y enriquecerse individual, sectorialmente, con la parte del león.

La revolución de los propietarios, durante el alfonsinismo, en el Buenos Aires de los 80, fue más contagiosa que la revolución de los proletarios en San Petersburgo. Fue encarada a través de miles de oportunistas. Sacrificados aventureros que «mojaban la medialuna» de la propiedad. Conseguida a partir de una buena recomendación. A los efectos de beneficiarse con aquellos créditos otorgados a discreción. Los que nunca fueron investigados. Del Banco Hipotecario.

Colonizaciones

Lo cierto es que poco faltó para que Alfonsín, en su inspiración estratégica, se llevara puesto, también, al peronismo. Por delante. Hasta colonizarlo.
La gestación superadora del olvidado Tercer Movimiento Histórico fue finalmente eclipsada en 1987. Primero, los «causantes» fueron aquellos estructurados mayores, operativos tenientes coroneles.
Los que se pintaron la cara para clausurar, aunque transitoriamente, la ceremonia del cuadro expresionista.
Segundo, por Cafiero, en septiembre del mismo año. Al ganarle, desde la colonizada renovación, a Casella. En la prioritaria provincia de Buenos Aires.
Cafiero completó aquel derrumbe que vaticinaba, con acierto, el Dante. La explosión total del globo del alfonsinismo hegemónico. Que se desinfló impiadosamente, con la potencia retórica de los proyectos movilizadores. Como el más sensato. La transferencia de la capital. A Viedma.

Veinte años después, Kirchner encabezó una colonización similar. En sentido adverso. La absorción del radicalismo. Pero sin intenciones de Tercer Movimiento. El objetivo era precariamente electoral.
Lo que Alfonsín intentó desde la oratoria, y sin poder culminarlo, con mayor penetración Kirchner lo logró con el perfeccionamiento del manejo de la Caja.
Dejaba, a aquellos iniciáticos inventores de La Coordinadora, a la altura de un mosquito transmisor del dengue, que llegó con el «modelo de inclusión».
Kirchner superó largamente el objetivo exitoso de aquellos generacionales chiquilines, sexagenarios de hoy, más o menos conservados.
Pasan comparativamente a la historia como meros mercachifles. Escandalosamente sobrepasados por la aptitud para las recaudaciones del máximo operador.
El Tercer Movimiento Histórico de Alfonsín fue grotescamente banalizado con la construcción instrumental de los Radicales Kash.
Su más alto exponente, Cobos, emerge, paradójicamente, como el principal heredero de Alfonsín.
Sobre todo porque el kirchnerismo, después de haber alcanzado la hegemonía, también es merecedor del vaticinio irreparable del Dante.
«Esto se derrumba».

Revaloraciones

Para la magnitud de las necrológicas, las evaluaciones suelen ser injustamente inoportunas.
Como no pueden ser objetivas, carecen de importancia científica. Sobre todo histórica.
La Argentina, lo dijimos, es culturalmente adicta a las erupciones de la revaloración, generalmente tardía, de los atributos.
La denigración puede convertirse en la antesala del reconocimiento.
Del pobre Frondizi, por ejemplo, que murió en la soledad del desprestigio. Curiosamente hoy proliferan los desarrollistas vocacionales.
De pronto, en la Argentina adicta a las revaloraciones, se asiste al turno previsible de las cataratas laudatorias. Acumulación de obviedades que brotan por la muerte de Alfonsín. Lo certifican las filas interminables de dolientes voluntarios que consternan. Las invocaciones sinceras hacia el «Padre de la Democracia». Hacia «el político más honesto». Con una ejemplaridad que eleva, hasta mitificarla, la peripecia política de Alfonsín. Valorado, hasta por no haber tenido nunca denuncias por «actos de corrupción».
Faltaría agregar, en todo caso, para completar el concepto, que Alfonsín tuvo la suerte de ser sucedido por Menem. Quien no se dedicó, precisamente, a la artimaña fácil, redituablemente recomendable, de denunciar a los antecesores. Adicción nacional, la más nociva.

La tristeza, de todos modos, persiste. Se intensifica, en La Recoleta. O ante el televisor. Si irrumpe el llanto, no hay motivaciones para contenerlo. Como lo sostuvo Saúl, el opositor amigo que también partió.
«Llorar es un sentimiento, mentir es un pecado».

Jorge Cayetano Zaín Asís
para JorgeAsísDigital

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