La Guerra Española (I)
Pasados 70 años, el juez Garzón promueve un "censo de desaparecidos" del franquismo.
El Asís cultural
escribe Carolina Mantegari
editora del AsísCultural,
especial para JorgeAsísDigital
La descalificación usual al célebre juez Baltazar Garzón alude a la vocación inclaudicable por los primeros planos. Un legítimo FOM, Figuración o Muerte. Es la manera factible de degradarlo. De acuerdo al razonamiento, el «jurista mediático» actúa «para hacerse ver». Depende de los focos que le retrolimentan el ego desarrollado. Sobre todo cuando se entromete entre los efectos residuales de las dictaduras latinoamericanas. En ostensible búsqueda del Premio Nobel de La Paz. Apacigua el estigma de considerarlo un hombre preocupado por la trascendencia personal. Que se destaca a través de los honores, conquistados a partir del hostigamiento a los poderosos debilitados. Al manoseo de las tragedias que arrastran los desaparecidos lejanos. Los muertos sin cuerpo, horriblemente ajenos.
Hasta aquí, Garzón podría ser devaluado con entusiasmo. Ofrecía la vulnerabilidad previsible de ser un extranjero. Un fisgón excedido en el «derecho a la injerencia». Llegó a la pedantería de perseguir judicialmente a los asesinos de los países hipersensibles, situados en el sur necesitado de lecciones moralizantes. Con sociedades que mantenían el derecho a indignarse. A sostener que debían protegerse a sus asesinos para juzgarlos, en todo caso perdonarlos, en casa. De acuerdo a esta línea de interpretación, Garzón debía ocuparse de los residuos de la historia de su propio país. Por los asesinatos multitudinarios registrados en su terruño. Algo más inquietante que especializarse exclusivamente en calamidades ajenas.Entonces Garzón sorprende cuando decide dedicarse a desenterrar los muertos anónimos de una de las partes de aquella España fatalmente dividida. A los efectos de introducirse entre la mugre recubierta de las miles de desapariciones producidas desde un solo costado.
A casi setenta años después de finalizada la Guerra Civil, se asiste a la disputa argumental de aquella línea divisoria. Se encontraba oculta en segmentos amplios de una sociedad española que exhibía, hacia el mundo, el espectáculo admirable de su madurez. Del crecimiento. Del ejemplo artificial del consenso. Cuentos exportables de los acuerdos de Moncloa.
Por cuestiones estrictamente biológicas, Garzón no puede proponerse el castigo de los desaparecedores. Los juzgamientos que suelen producir escenas de inadmisible expresionismo. Con ancianos inofensivos linchados para las cámaras, vituperados emotivamente por herederos de sus viejas víctimas, y simpatizantes ideologizados que los abuchean para la televisión.
Puede Garzón, en cambio, a pedido de organizaciones especializadas en la memoria, intentar un «censo de desaparecidos». La identificación de los huesos de los anónimos que perdieron, sepultados en fosas calificadas de comunes. Pero sólo de las «víctimas del franquismo», que reavivan los episodios patéticos del desencuentro civil, en un mundo atroz que mantenía animadores de la magnitud de Mussolini y de Hitler. De cuando Stalin, para los intelectuales progresistas de la época, representaba la ética humanitaria. Entre republicanos románticos y triunfadores, que cantaban contagiosas canciones y fusilaban clericales a canilla libre, contra monárquicos fascistoides que triunfaron. Para imponer, bajo la conducción del Generalísimo Franco, una sociedad signada por las tinieblas ordenadas del conservadurismo autoritario, que sólo adoptó las cáscaras formales del fascismo. De todos modos, los franquistas resultaron estratégicamente derrotados, por una vigente constatación de la cultura impostada, que eternamente los iba a culpabilizar.
Kirchnerismo español
70 años después, en España se asiste a un tardío kirchnerismo divisorio, pero en el campo de batalla de la prensa. Donde se registran, hacia Garzón, descalificaciones tan graves como las oportunamente proporcionadas por los sensibles afectados de Sudamérica. El tráfico tendencioso de memoria selectiva permite relativizar la evolución de la que se jactaba la sociedad española.
«La Garzonada», titula Pedro J. Ramírez, en El Mundo, en una efectiva degradación semántica. Mientras tanto El País intenta sostener la racionalidad del jurista, a través de artículos medulares. Por ejemplo, de Ángel Viñas. Sin embargo el desencuentro brota también entre los miles de columnistas jóvenes que se pronuncian a través de los blogs. Los que modificaron totalmente la cultura de la comunicación. Los bloguers tal vez intentan precipitadamente averiguar quien demonios era ese Largo Caballero. O aquel feroz anarquista Durruti. O el Mola desfigurado por la poesía maniquea de Pablo Neruda. O el coronel Moscardón que ejemplarmente sirvió para fascinar a los fascistas de todas partes. «Sin novedad en el Alcázar».
Sirve la discusión para introducirse en la intimidad de otros personajes generosamente inagotables. Como don José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange. Organización nacionalista que suele tomarse equivocadamente como una franquicia del fascismo.
Categóricas existencias que sesgaron sus vidas en instancias inveteradas, donde las ideas aún mantenían importancia.
Bandos
De todos modos, los que saben de qué se trata aún no tienen otra alternativa que colocarse en algún bando. En la España de Garzón no terminan de salir de las trincheras. A pesar de Torrente Ballester, del brillante e indispensable Cela, o del millón de muertos evocados por Gironella. Y de los más atendibles historiadores, ingleses y norteamericanos.
Otros textos impugnan las plácidas interpretaciones míticas. Por ejemplo, las obras de Pío Moa. Debe tomarse como natural que sean elogiadas en Libertad Digital, o estudiadas en el Catoblepas. Que sean asombrosamente ninguneadas por El País, del Grupo Prisa.
El que Rodríguez Losantos, desde la derecha de COPE, denomina Grupo Risa.
Se lo llama, a Garzón, «acróbata civilista». El filósofo Gustavo Bueno, en cambio, lo denigra «porque se cree Jesucristo». Y el legendario Carrillo, el comunista que perfectamente describiera Jorge Semprún, y que aún increíblemente vive, lo defiende, a Garzón, con el énfasis de sus 95 años. Y sin siquiera hacerse cargo de la matanza de Paracuellos de Jarama, a tratarse en próximo despacho. Sostiene Carrillo que Garzón sólo quiere «recuperar, para sus familiares, la dignidad de aquellos muertos».
Además de la dignidad, aquí se juegan reparaciones millonarias. El tráfico de la memoria suele convertirse, en general, en un excelente negocio.
Sondeo
Mientras prepara un sondeo sobre la comunidad española en la Argentina, Consultora Oximoron tuvo acceso a una muestra privada. Fue efectuada por una agencia colega de Madrid. Indica que, 70 años después, el 41% de los españoles está a favor de los esclarecimientos, y del recuento detallado de muertos. El 34%, directamente en contra. Un 25% por ciento lo representan los indiferentes.
Si se analizan comparativamente los guarismos con las elecciones nacionales, podría arriesgarse que, pese a la catastrófica situación económica, el 41 a favor sufragaría, aún hoy, por los socialistas de Rodríguez Zapatero. Que factura políticamente un abuelo muerto por «los fascistas». Y con seguridad, el 34% votaría al Partido Popular. Aunque el candidato volviera a ser Rajoy.
El secreto consiste, otra vez, en captar el 25% de los indiferentes. Los que resultan decisivos para producir, en España, un cambio necesario. Con pragmática sensatez, este cuarto de país no se entusiasma por la reactivación de la temática de los muertos. Tampoco les importa la cuestión del olvido. La memoria histórica, acaso saludablemente, no figura en la lista de prioridades.
Carolina Mantegari
para JorgeAsísDigital
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Continuará
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