Irreconocimientos
A la memoria de Italo Argentino Luder y de Bernardo Neustadt.
Artículos Nacionales
escribe Jorge Cayetano Zaín Asís
especial para JorgeAsísDigital
Las personalidades, como los oficios, fueron ostensiblemente diferentes. Como fue de distinta intensidad el impacto que sus partidas produjeron en los medios. Pero los dos muertos recientes, Italo Argentino Luder, 91, y Bernardo Neustadt, 83, sirven para indagar los aspectos despreciablemente sustantivos que se interrelacionan. Y que trastornan, infortunadamente, a la maltratada Argentina contemporánea.
En ambas peripecias, puede constatarse una tendencia naturalmente nacional hacia la ingratitud. Hacia la falta de consideración. Al irreconocimiento.
«Embajador, amigo y compañero»
«La ingratitud es peor que la alcahuetería», solía definir el poeta Julián Centeya.
La formidable ingratitud se percibió, en la peripecia de Luder, en la colectiva indiferencia que despertó su partida, en la mayor parte de los que fueron sus compañeros, los continuadores de la militancia peronista. Profesionales del olvido fácil.
La peripecia de Neustadt, en cambio, se encuentra signada por la vigencia rigurosa del resentimiento, que se impone sobre la legión de admiradores.
Extraño ropaje es el del rencor. Que se apoderó hasta de identificadas necrológicas, que distaron de apelar al manto admisible de la solemnidad. Para derramar turbulencias de odio. Como si Neustadt fuera aquel muerto al que le dedicaron el «Obituario con hurras». Es uno de los poemas más equivocados de Mario Benedetti. Comienza con el cinismo de un verso:
«Vamos a festejarlo…».
Luder, para el articulista, es, para siempre, Don Italo. El entrañable «embajador, amigo y compañero», con el que mantuvo el inmerecido privilegio de compartir el escenario diplomático de París.
Sin embargo, y sobre todo, Luder tuvo una trayectoria pública inapelable.
Fue presidente interino pero constitucional. Fue candidato a presidente del Justicialismo en 1983. Y por su irreparable discreción, por la caballerosidad de su estilo, la rigidez de su recato, se guardó los secretos de un período apasionantemente clave de nuestra historia. Para llevárselos.
Pero Don Italo no tuvo, siquiera, la trascendencia ceremonial de un velatorio, acorde con la dignidad que su investidura merecía.
Pudimos enterarnos que, en cuanto don Italo pudo liberarse de su cuerpo, su familia lo comunicó de inmediato al Senado. Institución que supo tenerlo como Presidente Provisional.
Sin embargo el Congreso actual nada tiene que ver con aquel Congreso que Luder debía conducir. El Parlamento hoy se encuentra inhabilitado por la carencia específica de poder político. Aunque aún se encuentra en condiciones administrativas, como para organizar una exequia.
La carencia de iniciativas se suple por la desidia o el temor desmesurado. Las patologías reunidas traspasan las fronteras absolutas de la negligencia total.
Por lo tanto los amigos, los que se enteraron del deceso por los diarios, como el articulista, no pudieron reverenciar, como correspondía, al ex Presidente Provisional. Justamente lo fue en las vísperas del «tiempo del desprecio». Mientras se sembraban, violentamente, las bases del rencor divisionista que mantiene, aún, el vértigo de la intolerancia. O de la negación.
Una vergüenza básica debiera cubrir, en adelante, la historia del peronismo.
Conste que las vengativas autoridades del PJ, no se atrevieron, en su ceguera, a brindar el tributo formal, meramente reparador, a la memoria de uno de sus mejores hombres.
Don Italo cesó en el silencio de la inconciencia. Con la involuntaria ventaja de haber extraviado aquella lucidez que lo caracterizaba. La inteligencia superior del hombre ilustre que no merecía quedarse paralizado, en la historia, por la suscripción de un decreto aniquilatorio que cualquiera de los afiliados, al PJ de entonces, habría abiertamente firmado.
Queda pendiente entonces el homenaje a don Italo Argentino Luder. El «embajador, amigo y compañero». El argentino eminente que, después de tantos servicios patrióticos, recibió, como miserable contraprestación de sus compañeros y compatriotas, la severidad de la indiferencia. El clamor del ninguneo.
Epidemia del rencor
Neustadt, igual que Luder, conjuga también el estigma del irreconocimiento.
Agravado, en su caso, con la epidemia del rencor. Pasión que, de manera indeseable, también se apoderó de su existencia, sobre todo en los últimos tramos. Cuando se encontraba lícitamente necesitado del reconocimiento que sus pares -salvo detectadas excepciones- le negaron.
La persistencia de las distintas variables del resentimiento son perceptibles en sus textos. Consecuencia, acaso, de la posterior banalización de sus prédicas. O del fracaso de la aplicación del recetario liberal. Del que se adueñó, con una eficacia simplificadora que debiera, por lo menos, valorarse.
Neustadt cayó estigmatizado, en el fondo, por el virus, imperdonablemente letal, de ser considerado un hombre de derechas. Y sin negarlo. Y por la marquetinera irrupción del setentismo vengativo, que se esmeraba en el entusiasmo soberbio de ningunearlo.
Es, entonces, entre el ninguneo, donde se encuentra otro punto de contacto con la epopeya de Luder.
Pero Neustadt asistía al fortalecimiento de sus adversarios, en coincidencia biológica con su condición de octogenario. Al contrario de Luder, con una lucidez extraordinaria que le permitía elevar sus críticas más feroces. Tan descontroladas como los desbordes del oficialismo que se llevaba todo por delante. Hasta alcanzar su propia autodestrucción.
Por lo tanto Neustadt se convirtió, invariablemente, en un ser reclamatorio de las atenciones que merecía. Un dador permanente que se aferraba a la alucinación de la vigencia. Y necesitado del reconocimiento profesional de sus pares que, indudablemente, preferían entregarse a las negaciones, a la mezquindad.
Neustadt tuvo infinidad de discípulos que tal vez no lo asumen. Enseñó el oficio de comunicador a tantos epigonales menos talentosos, que humildemente debieran reconocerlo como el inspirador inicial.
Un abanico que se extiende desde Lanata hasta Bonelli y Silvestre.
Desde Hadad hasta Nelson Castro. O Longobardi y Majul.
Su hipersensibilidad fue tan extraordinaria que hasta lo llevó a enojarse, alguna vez, incluso, hasta con el articulista. Por un asunto irrelevante que motivó las intermediaciones solidarias de Moisés Ikonikoff. Quien trataba de convencerlo, en La Biela, a don Bernardo, que Jorge Asís no tenía nada contra El.
Obituario con Hurras
Sin embargo, sólo la extendida proliferación del rencor, como la certeza de la lejanía de cualquier intento posible de reconciliación, puede explicar la deplorable necrológica que le dedicó Página 12. «Debió morir el día del lobbysta», tituló. O el balance atroz que compusiera Bonasso para Crítica Digital.
Ambas interpretaciones evocan la ética poética del «Obituario con hurras», de Mario Benedetti. Que puede encontrarse en cualquier antología. Termina con aquel verso condenable:
«a no olvidarse que este es un muerto de m…».
Cuesta más entender, para terminar, la imperdonable decisión editorial del prestigioso diario «La Voz del Interior», de Córdoba. A manera de homenaje a Neustadt, en la edición informática, subieron el video demagógicamente caricatural, que le dedicara la impertinencia autoritaria de «Televisión Registrada». El tendencioso brulote concluye con una ironía acerca del epitafio programado, para sí mismo, por el propio Neustadt: «aquí yace un hombre que ayudó a pensar». Al que se le agrega la desventurada reflexión del pensador Beto Casella, quien dice, con la ingeniosidad del pícaro que contiene una carcajada: «Aquí yace un hombre que vivió al p…».
Entre tanto rencor, la reconciliación presenta el formato de la utopía.
Jorge Cayetano Zaín Asís
para JorgeAsísDigital
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