Videla y Cox
Construcción sobredimensionada del héroe.
El Asís cultural
escribe Carolina Mantegari
Editora del Asís-Cultural,
especial para JorgeAsísDigital
«Por favor, quédese», le suplica el general Videla a Robert Cox.
Es en la página 259 de «Guerra sucia, secretos sucios». Texto de familia, ostensiblemente autorreferencial. De David Cox, el hijito de Robert. Prologado por Robert, el papito de David.
El libro contiene un subtítulo expresivo: «La vida de Robert J. Cox, el periodista que hizo su trabajo: publicar lo que otros callaban».
En diciembre de 1979, Videla, el general «moderado», pretendía retenerlo a Cox en Buenos Aires.
Porque, si Cox se le rajaba, iban a «echarle la culpa al gobierno». De las amenazas. La cartita firmada por Montoneros. Enviada a otro hijo.
Sin embargo Videla, según Cox, también quería rajarse.
«Me gustaría irme», cuenta David que Videla le confiesa a Robert.
«Pero (Videla) sabía que, en caso de irse, su lugar sería ocupado por un general con las manos manchadas de sangre».
Significa entonces que Videla, para los Cox, en 1979, no tenía, al menos, «las manos manchadas de sangre».
Interpretación coxista de la historia
Se asiste, en cierto modo, por parte de los Cox, a la inadvertida reivindicación del general Videla.
La interpretación de los Cox coincide con aquella teoría demencial que suscribiera el Partido Comunista. Insiste en que Videla formaba parte de los «moderados». O sea, los militares blandos. Los democráticos. «Blanca paloma», afirma Cox. En contraposición con la línea dura. La que invocaba el «pinochetazo», para el trágico delirio bolchevique.
Para los Cox, el «duro», el halcón malo, era Luciano Benjamín Menéndez. Al que califican de «loco».
«General con la espada sedienta de venganza».
Esta interpretación coxista de la historia extiende un perceptible manto de indulgencia hacia el general Videla.
La visión es complementada en la página 278. Cuando la señora Maud, la influyente esposa de Robert, que copa el libro a fuerza de protagonismo. Vuelve con Robertito hacia la Argentina, para su fiesta de graduación.
«Videla había ordenado tanta seguridad por temor a que los militares duros los atacaran…»
Trágica broma del destino. Se los pudo ver a los ancianos Videla y Menéndez. Al moderado y el duro. 30 años después. Sin distinciones. En el mismo banco de condenados.
La invención del héroe
A falta de héroes, es necesario inventarlos.
En medio de la carencia, siempre debe idealizarse alguna actitud que pueda pasar como ejemplar.
La Argentina se encuentra predispuesta a los sobredimensionamientos. Al extremo de otorgar el carácter de ejemplaridad a Robert Cox.
Los cuantiosos homenajes que se le tributan sirven, de manera explícita, para fustigar el silencio colaboracionista de los diarios locales. Es el sentido del «otros callaban», que alude el subtítulo.
La prescindencia informativa lo agiganta.
«Cox salvó muchas vidas». Aceptablemente admirable. El periodista solía notificar acerca de las «desapariciones». En inglés, en los años fatídicos. Mientras circulaba entre los despachos oficiales. Frecuentaba amistosamente a los más altos funcionarios que administraban la economía. Separada, por otro muro, de la política.
Por entonces, el Herald pertenecía a una sociedad de Charleston, Carolina del Sur. Distribuía módicos tres mil ejemplares. Después de las angustias, la empresa desembocó en el puerto, siempre generoso, de Sergio Spolzky, quien la supo traspasar al Grupo Vignatti. Es el ascendente imperialismo que procede de Rosario, que instaló su centro en Ámbito Financiero.
Acentuar la grandeza del extranjero Cox implica colmar de degradación a los argentinos contemporáneos que no pudieron -o no quisieron- dedicarse a la tarea de la divulgación. «Hacer su trabajo».
La primera frivolidad consiste en equiparar los tres mil ejemplares del Herald, en el inglés acotado, con los cientos de miles de ejemplares diarios de La Nación y Clarín. En español vulgarmente masivo. Sin tener en cuenta, tampoco, el peso virtualmente coercitivo de las dos embajadas que Cox tenía detrás. Aunque le disguste.
Diplomacias que supieron escudarse, primero, en aquel consejo relativamente cínico de Henry Kissinger, para los militares. Blandos o duros.
«Hagan lo que tengan que hacer pero háganlo rápido».
Hacer equivalía -entonces- a matar.
Fue antes de la auditoria permanentemente humanitaria, que iba a caracterizar a la señora Patricia Derian.
Cuando los militares, tanto los rocosos como los tiernitos, estaban políticamente fritos. Terminados. Sin salida. Sumidos en la esquizofrenia del ciclo histórico que comienza con la carnicería, en nombre de la civilización occidental y cristiana. Y se clausura, «majestuosamente», afiebrados ante el antiimperialismo de los no alineados.
Disyuntiva
A los 77 años Robert Cox encara la disyuntiva existencial. Continuar la peripecia serena del tranquilo jubilado, en Charleston, Carolina del Sur, Estados Unidos. O asumir la tarea desierta del héroe. Reconstruirse como protagonista reiterado de los homenajes. Por la concepción sobredimensionada de la valentía.
La segunda opción resulta la más atractiva. Ahora, a recibir aplausos.
Sin embargo, el héroe debe reconstruirse a partir del relato. Es aquí donde penetra la morosidad narrativa de David Cox, el hijo, pletórica de exaltaciones. Sólo se doblega el chico ante al afán de protagonismo de Maud, la madre. Ella -Maud- también quiere quedar, en la estampita de la historia, como heroína.
Una «amiga» le dice a Maud, en la 278: «También (los militares) te tienen miedo a vos».
Ante tanto campo fértil, Davidcito multiplica la magnitud de las hazañas del padre benefactor de la humanidad. Al que celebra, en la contratapa, hasta la señora Estela de Carlotto.
Distan, infortunadamente, los actos ponderables de arrojo, de conmover a la señora Hebe de Bonafini.
Ella -Bonafini- suele ser un tanto categórica. Como para rajarlo a patadas tácitas al pobre Cox, de la Plaza. Justo cuando Cox pretendía fotografiarse con las Madres, para alguna superproducción. La señora Hebe es también frontalmente lapidaria. «Es un atorrante», lo califica. «Mucho pobrecitas las Madres pero el tipo estaba a favor de que mataran a nuestros hijos. Que lo homenajeen los otros. Yo no».
Editó Sudamericana. 314 páginas.
Carolina Mantegari
para JorgeAsísDigital
Permitida la reproducción sin citación de fuente.
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