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Viejo Smoking

Sobre “Borges y los piqueteros”, texto de Mario Vargas Llosa, aún inédito en la Argentina secundaria.

Carolina Mantegari - 7 de abril 2008

El Asís cultural

Viejo Smokingescribe Carolina Mantegari,
editora del AsísCultural
Consultora Oximoron especial para
JorgeAsisDigital

El cuento de «la imagen argentina en el exterior» presenta un «relato» -como prefiere decir la señora Cristina-, deplorablemente sombrío.
Basta con leer «Borges y los piqueteros», de Mario Vargas Llosa, en «El País», de Madrid, en exclusiva, en la edición del domingo. En simultáneo con «El Comercio», de Lima, y «El Periódico», de Guatemala.
Trátase de un texto elementalmente ilustrativo. Ideal para disuadir a la conjunción de los inseguros sensibles. Los preocupados, hasta las dependencia, por la impresión de la otredad. Culturalmente provincianos, que aún suelen preguntar: ¿cómo nos ven?
A pesar de enrolarse en la causa perdida del librecambio, o más grave aún, en la fila de la estricta derecha conceptual, el peruano Vargas Llosa es, ante todo, un escritor admirablemente canónico.
Produjo dos o tres novelas superiores del siglo veinte. «Conversación en la Catedral», por ejemplo, novelón de 1969, una obra indispensable para cualquier interesado en indagar acerca de la problemática del Perú. O la monumental «Guerra del fin del mundo», de 1981, que aborda la épica menos turística del Brasil, la del sertao. O sobre todo «La fiesta del Chivo», del 2000. Un notable manual narrativo para interpretar la problemática del caudillismo latinoamericano, pero con resultados estéticamente más alentadores que los registrados, sin ir más lejos, por García Marquez, Carpentier, Roa Bastos, u otros tantos epigonales del español Valle Inclán.
Vargas Llosa fue candidato, además, en 1990, a la presidencia del Perú. Pero infortunadamente perdió la elección con Fujimori. El adversario que podía haber sido, a lo sumo, la inspiración para uno de sus personajes laterales. De los menos memorables.
Con seguridad, «Borges y los piqueteros» podrá leerse, en algunos días, a través de «La Nación». La repetidora local que divulga, aunque tardíamente, sus artículos.

La declinación argentina

Otra vez se alude, aquí, al asombro persistente de la involución nacional. La peripecia de derrota que Argentina, en el trayecto de su historia, produce.
Desde la cantinela remanida del «pasado esplendor», ya presente en el tango «Viejo Smoking» (letra de Celedonio Flores). Hasta la declinación, indeteniblemente inagotable, que inflexiona en la tristeza patética de la actualidad.
La decadencia fue estudiada, en la instancia de su rigurosa plenitud intelectual, por el ensayista Carlos Escudé, pero bastante antes de haber adherido a la complacencia kirchnerista. Y de haber sido, incluso, un animador ideológico de la transformadora política exterior del menemismo. (Evócase que Escudé fue el emisor inicial del concepto consagratorio de las «relaciones carnales», que alude a la vinculación con los Estados Unidos).
En «Borges y los piqueteros», Vargas Llosa prosigue el sendero trazado por Escudé. Para enunciar la declinación de «una nación entera, obnubilada por el populismo, el autoritarismo». Plagas despreciables que aguardaron al «país más próspero y mejor educado de América Latina». Que atraviesa el trayecto misericordioso. Desde la luminosidad, o sea de Borges, hacia el oscurantismo, o sea los piqueteros.
Vargas Llosa simboliza la épica del ocaso en la manoseada parábola laboral del Borges de los cuarenta. Cuando, por el advenimiento del primer peronismo, Borges pasa, desde el sitial de prestigio del bibliotecario, hacia la vulgaridad «degradada» del inspector de aves «y gallineros».
Es decir, Vargas Llosa recurre a Borges para describir una Argentina que «rechazó el camino de la civilización», como simplifica. Para abandonarse a la abyecta impresentabilidad de «la barbarie». Y cerrar, con programado entusiasmo, el maniqueismo teórico de un Sarmiento de fast food.
La barbarie es, precisamente, el destino que hubiera deseado, para la Argentina, el Escribidor, uno de los personajes menos relevantes de la narrativa de Vargas Llosa. Aquel guionista boliviano de melodramáticos radioteatros de la tarde, que solía cortejar a la «Tía Julia». Y que detestaba, con identificable énfasis racional, a los argentinos. En «La tía Julia y el Escribidor», de 1977, una de las novelas más pasatistas de Vargas Llosa. La obra, con su estremecedora amenidad, mantiene el mérito rescatablemente módico de la intrascendencia. Logro nada menor, por el contexto signado por naderías significativamente ambiciosas.

Solapas que encandilaban

Evocaciones melancólicas del país «Viejo smoking», que cantaba Gardel. Y que casi superó Julio Sosa.
País que se ufanaba, por básico efecto comparativo, de la educación alcanzada. Por la diferenciación, culturalmente abismal, con la marginalidad del vecindario. El lindero que solía irritarse, en general, con nuestra impostura compulsiva de «europeos en el exilio». Tal como insinuaba, aunque irónicamente, Borges. Con el mito romántico de las librerías abiertas hasta la madrugada, que inspiraba la indolencia creativa de los bohemios.
Una construcción ilusoria que se encuentra, en definitiva, implacablemente derrumbada. Tanto para Vargas Llosa como para cualquier observador regional. Porque se asiste a las secuelas del país «latinoamericanizado», según Vargas Llosa. De la peor manera. Albricias, los argentinos entonces ya somos iguales. Menos que iguales. Porque estamos a punto de ser superados por los avances del vecindario. Para algarabía póstuma del Escribidor de los radionovelones. La cultura libresca, en la «desfalleciente Buenos Aires, se encuentra casi demolida por centenares de piqueteros». Las «fuerzas de choque del poder político» que aterrorizan a la población, con la distribución democrática de sus trompadas. Como si la guapeza artificial de D’Elía, con su racismo pintoresco e irracional, corporizara aquel vaticinio, el más promovido, de Sarmiento.
Un texto, el de Vargas Llosa, que probablemente impacte a los lectores hispanoamericanos. Los que perfectamente pueden reiterar las plácidas ceremonias del estupor. Que certifican los invariables cuentos de argentinos, que suelen ser contagiosamente festejados. Porque caricaturizan, hasta el grotesco, la petulancia de las imposturas que se nos atribuyen. Como si «nuestros hermanos» culturalmente se vengaran por la lícita trasgresión de haber tenido, alguna vez, un smoking.
Aunque el smoking se encuentre olvidado en el armario. Y sus solapas, por gastado y viejo, ya no encandilen a nadie.

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No todo está perdido

Hasta aquí, el texto de Vargas Llosa es, de acuerdo a los hechos tratados, superficialmente irreprochable. Pero merodea, si se arranca la dureza de la cáscara, una fuerte precipitación interpretativa.
Por la facilidad eficaz de la metáfora, Vargas Llosa parece identificar a la «barbarie», o sea a los piqueteros, con las prolongaciones residuales del primer peronismo. El que hizo del bibliotecario inquieto un inspector de ferias y gallineros. Aseveración que podría motivar el inicio del debate que Vargas Llosa, a través de la generalización conceptual, clausura.
Sin embargo, para consuelo del articulista, «no todo está perdido». Aparece también el espacio para el optimismo. Una «luz en el horizonte», como se burlaba Vargas Llosa de los afiches coloridos de Benetton, cuando utilizaba, para su mensaje publicitario, el drama de Chiapas. Irrumpe entonces «la salida». Es el turno del «mensaje positivo». Elementos que se reclamaban al dogma de la literatura comprometida.
La esperanza -o sea, el lugar de Borges-, la brinda, para Vargas Llosa, la Fundación Libertad.
Un «foco de pensamiento» creado «para promover las ideas liberales».
En Rosario, la capital nacional del socialismo contemporáneo.
Para los fastos de los 20 años de la abnegada faena de fomentar el recetario, fue que la Fundación Libertad, fundada por su «amigo Gerardo Bongiovanni», convocó a las diversas luminarias del liberalismo. Distintas voces esclarecidas se arrimaron entonces hasta Rosario, a los efectos de explayarse acerca de las bondades, infinitamente curativas, del mercado.
Fueron dos días de magnífica catarsis entre los convencidos. Entre reportajes, y elementales hostigamientos de la barbarie. Donde desfilaron, por doquier, en una atmósfera de saludable autocomplaciencia, que derivó en una sucesión de lamentos borincanos. Por la irrupción subcontinental de los populismos espantosos. Los que impregnan Sudamérica, con un retroceso a contrapierna, que ni siquiera es divisoriamente romántico.
Aparte del espantado Vargas Llosa estuvo, en Rosario, el ex presidente español José Maria Aznar. El protagonista de la emblemática fotografía de las Azores, junto a Tony Blair y George Bush, y que inspirara la impertinencia devastadora de «La aznaridad». Un último texto del inolvidable Manuel Vázquez Montalbán.
También estuvo el ex presidente mejicano Vicente Fox. Aquel que fuera asquerosamente maltratado en la Cumbre de Mar del Plata. La que marcó, en materia geopolítica, junto con la inadmisible contracumbre, uno de los momentos más repugnantes del kirchnerismo que hoy decae, abruptamente. Pero con un excelente ejemplo de coherencia. Con similares horrores de «lesa ingenuidad». Que legitiman los artículos compasivamente negativos, como el de referencia. Que produce el «relato» del país menos estimulante. Por la implantación del modelo prepotente, nefasto, del kirchnerismo. Del que Vargas Llosa, a su manera, describe los efectos socialmente despiadados. Con el balance de una sociedad abyectamente dividida, hasta el paroxismo. En estado activamente reclamatorio de barra brava, como sostiene el Portal, desde hace años. Con los estigmas violentos del rencor. Con expresiones trágicas que se ensayan, promisoriamente, desde las escuelas.

El fracaso de Borges

La metáfora entonces se mantiene incompleta si no se acentúa, además, en la franca involución que marca el articulista. El fracaso de aquellas ideas que no alcanzaron aún para forjar un partido. Y que Vargas Llosa simboliza en Borges.
Más aún, por la imposibilidad fáctica del liberalismo para generar, en la Argentina, una alternativa políticamente superadora. Al menos, de las patologías del peronismo.
Porque, lejos de combatirlo, los liberales, al peronismo lo completan. Y hasta, en cierto modo, lo legitiman.
Conste que fue, en el fondo, desde otra versión, acaso también patológica, del reversible peronismo, que se encaró, en la Argentina, el significativo proceso de apertura económica. Que generó, entre escandaletes y resistencias, una multimillonaria inversión por la cual, energéticamente, aún se sobrevive. Una apuesta de confianza en la construcción desprolija del capitalismo.
Una causa triunfalmente perdida, la del capitalismo, que los definidos como liberales ya no se atreven, siquiera, a mencionar por su nombre. Vayan los aportes para alguna discusión pendiente que excede a la prosa de Vargas Llosa. Tan precipitada, aquí, como inalterablemente impecable.

Carolina Mantegari
para JorgeAsísDigital

permitida la reproducción, sin citación de fuente.

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