Sigilosa espontaneidad de los chalecos amarillos
Para algarabía rusa de Steve Bannon, Marine Le Pen y Jean-Luc Bélenchon.
Artículos Internacionales
escribe Jorge Asís
para JorgeAsisDigital
enviado especial, París
La espontaneidad es sigilosamente planificada. Comienzo que facilita el despegue de teorías conspirativas.
Pero lo cómodo es aferrarse a la interpretación romántica, que admite el conocimiento de la sociología precaria. Indica que los Gilet Jaunes (chalecos amarillos) representan la rebeldía creativa de la clase media, harta y agobiada, que desciende de nivel y se aleja del consumo. Un fenómeno que mortifica al presidente Emmanuel Macron, desde que se registró el aumento del combustible.
Por su juventud ofensiva, suele asociarse a Macron con el estigma discriminatorio de la inexperiencia.
En su caso debe sumarse la soberbia que depara la formación cultural. El muchacho es filósofo, e irrumpió como ministro de economía del casi olvidado François Hollande. Aparte se lo vincula, con fundamentos incuestionables, a la banca Rothschild.
En términos políticos, Macron fue el beneficiario personal del colapso de los grandes partidos que se distribuyen los armónicos fracasos. Le bastó inventar un sello artesanal para postularse a la presidencia de la República y triunfar. Justamente en un momento donde la Europa que interesa mostraba desconcierto e incertidumbre, y un vaciamiento unánime de líderes.
La canciller Ángela Merkel, que debía ser la socia alemana, atravesaba el penoso desgaste del penúltimo tramo.
Gran Bretaña profundizaba el proceso insular de flagelarse con el invento del Brexit, y los otros gerentes de territorios exhibían piadosos bocetos de aprendices de estadistas. Sucumbían ante el conjunto impresionista de adalides de la extrema derecha, que de pronto conquistaban Italia como habían conquistado Hungría. En un cóctel de nacionalismo y xenofobia que apenas podía cuestionar el Papa Francisco, el único estadista que percibió, antes que todos, la tormenta devastadora, y en su primer desplazamiento se fue a orar simbólicamente a la isla de Lampedusa, donde trataban de desembarcar los abnegados africanos con iniciativas que hicieron de la belleza del Mediterráneo un cementerio desgarrador.
Pero sobre el joven “e inexperto” Macron aún debía caer la imperfección superadora. Había disentido, durante un festejo centenario, con Donald Trump, el emblema que estimula a los nacionalistas preferiblemente inclinados hacia el populismo aceptable de derecha. Cuando Macron, con altivez, le dijo en público a Trump que el nacionalismo autoritario le había ocasionado a Europa un severo daño histórico. Pasión tóxica que arrastraba hacia la patología.
The Movement
La espontaneidad ingresa en el estado de sospecha cuando Steve Bannon, el nominado «estratega de Donald Trump», planta en Bruselas “The Movement”. Organización “sin fines de lucro”. Pero destinada a promover los valores espirituales de la extrema derecha “trumpista”, que se impone paulatinamente en diversos rincones del universo. En Brasil, sin ir más lejos.
Gran aliado de madame Marine Le Pen, el estratega Bannon mantiene un prioritario interés -como Le Pen- en las elecciones europeas que van a transcurrir en mayo.
La arbitraria casualidad logra que estalle, cinco meses antes de la elección, en Francia, a través de las redes sociales signadas por la superioridad de la maestría rusa, el conflicto sociológico de los chalecos amarillos. El clavo que Macron, por su “inexperiencia”, no supo controlar.
El pobre presidente venía golpeado. Tampoco había sabido controlar otra adversidad lacerante que le provocaba un abrupto desprestigio. El Caso Benalla. Predilecto jefe personal de seguridad que fue sorprendido, por la cámara móvil de un amateur, mientras castigaba manifestantes en la Plaza de la Contrescarpe. Aquí Macron mostró también la expresiva falta de reflejos, reaccionó tarde y mal. Aparte, el fiel Benalla lo desubicaba, sin quererlo, ante la sociedad. Porque lo relacionaban directamente con la severidad obvia de la sospecha tendenciosa, que se extiende entre pilares firmes, pero falsos. Macron no es ningún distinguido continuador de Jean Genet, ni de Marcel Proust.
Sociología precaria
La integración social, en tiempos de François Mitterrand, fue artificialmente ejemplar. Derivó en una conjunción compleja de ghetos, que generaron su cultura de suburbio marginal. En la desintegración, más compleja aún, que diseñó el perfil del nuevo francés. El que cada cuatro años podía enorgullecer por las figuras morenas de ídolos deportivos como Henry, o Mbappe. O podía espantarse por las imposturas efectistas de Dieudonné, el artista que explota la onda consumible del antisemitismo.
El nuevo francés, de ancestros maghrebíes y del África negra, en general no participa de las bullangueras movilizaciones sabatinas de los chalecos amarillos. No les pertenece. Ni los contiene.
Y los ricos, apaciblemente sentados sobre respetables fortunas, en gran parte se fueron de Francia.
Exiliados fiscales que huyeron dolorosamente hacia Bélgica, o Suiza. Perseguidos por la desesperación proto-revolucionaria de los impuestos. Tristemente inútil que los socialistas, de la magnitud ética de Hollande, reclamara solidaridad, sentimiento ausente que suele llevarse mal con los intereses. Macron se esforzó por forjar un ambiente ideal para el regreso de los exiliados. Les otorgó algunas ventajas que sirvieron para que le estamparan la calificación de ser el “gobernante para ricos”.
Las protestas de los sábados surgen de los sectores de la clase media baja y blanca. De “la France profonde” (como entusiasmaba el viejo visionario Jean Marie, padre de la señora Marine Le Pen). Clase que desciende económicamente castigada, arrinconada e invadida, inflamada de rencores, cada vez más alejada del “art de vivre”. Con la eficacia rusa en el manejo de las redes sociales, aplicada en su momento en Estados Unidos, y con la extraña mezcla ideológica, con turbulencias que trata de aprovechar la derecha, a través de la señora Marine. Como busca aprovecharla la izquierda nostálgica de Jean-Luc Mélenchon que, ante los vehículos incendiados en Champs Elysees o en Saint Germaine y los encontronazos con la policía, supone reeditar los piedrazos del Mayo de 50 años atrás.
Basta con verlos desfilar, en el invierno de París. Con los chalecos amarillos, puestos sobre las camperas. Como por ejemplo el último sábado. De manera peligrosamente anárquica. Cuesta creer que estos franceses de aspecto inofensivo sean los «agitadores» que se proponen «destituir el gobierno». Como dijo Livraux, el vocero, a quien le invadieron el ministerio con intenciones de destruirlo.
Desde su instalada inexperiencia, ya irrebatible, Macron logra que un francés vulgar de clase media, blanco y barrigón de cerveza, baguetes y fromages, se coloque una máscara para protegerse del gas y salga el sábado, como de paseo, dispuesto a enfrentar al represor. Aunque no se trate de ningún habilidoso para golpear, como el ex boxeador Dettinger, hoy un preso convertido en ídolo defensor.
La tentación de liderar hace surgir referentes, como Eric Drouet, o la joven Priscilla, que se vuelven inmediatamente famosos gracias a la cadena BFM TV, que emerge como la Al Jazeera de Francia durante una primavera invernal. El crecimiento mediático de los Gilets, de trascendencia internacional, incentiva las divisiones y fomenta las desconfianzas. Y el debilitamiento de la organización que, al contrario, cree fortalecerse. Anuncian la novena movida para el sábado, mientras con sigilosa espontaneidad se planifica también la décima, para algarabía de Marine Le Pen, de Mélenchon, y sobre todo de Steve Bannon, el estratega emocionado que se propone copar, desde The Movement, a la vulnerable Unión Europea.
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