El efecto cruel del fracaso
El “acontecimiento irreversible” refleja la pavorosa inferioridad.
Artículos Nacionales
escribe Carolina Mantegari
especial, para JorgeAsísDigital
Por ser la política más viril del Colectivo Cambiemos, por su coraje superior, su conquistada autoridad teatral, y por su admirable exhibicionismo, la señora diputada Elisa Carrió fue quien debió brindar las malas noticias. Para calificar como “acontecimiento irreversible” la penosa situación del submarino ARA San Juan.
Debe hablarse, en adelante, de muertos.
“No es el momento de aventurarse a buscar culpables”. Lo había dicho el Presidente Macri, el día anterior. Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En la escueta presentación del estadista reticente a cargarse el país al hombro. Para brindar contención y seguridad. Como si le costara -a El Ángel Exterminador- asumir el rol que le corresponde en la historia. Como si durante su gestión no se hubiera perdido el submarino con los 44 tripulantes.
Mientras “no había que buscar culpables”, se trataba rápidamente de encontrarlos en la gestión anterior. Metodología previsible. Fácil. Banal.
La edad de la democracia
El submarino ARA San Juan tiene la llamativa edad de la democracia argentina. Sale de los talleres de Alemania Oriental poco después que la Dictadura Militar -que comenzó con la cruzada mortífera en nombre de occidente- se extinguiera sola en el anti-imperialismo artificial de Malvinas. A los efectos de instalar, para siempre, el fracaso institucional de los ciclos de facto. Iniciado en el error de 1930, profundizado en la insistencia de 1955, clausurado en la alucinación sangrienta de 1976.
Militares/nunca más.
Sin embargo, para proseguir con la sistemática continuidad del fracaso, en el país donde todo termina invariablemente mal, correspondía el turno civil. La insuficiencia institucional de la democracia que se idealizaba.
Construcción colectiva de dos ciclos radicales, 1983 y 1999, ambos interrumpidos, y dos ciclos peronistas, 1989 y 2003, que llegaron con oxígeno al final.
Juntos, radicales y peronistas iban a devaluar la problemática de la Defensa. A identificarla, desde el principio, con las penalizadas Fuerzas Armadas, el mal.
En un marco de simplicidad táctica que reproducía la certeza del colapso estratégico.
En vez de integrarlos, se optaba por debilitar a los militares. Para evitar que volvieran a ser fuertes y se tentaran con otra aventura.
Para la patología, ser militar era ya sinónimo de ser represor. Generador de atropellos a los derechos humanos. Con la sobrecarga de los robos de bebés y el surrealismo de los cuerpos voladores. Tormentos que se transformaban en meros motivos para tratar en los tribunales.
En materia de Defensa, Argentina se quedaba congelada en la derrota de 1982. Como la mala imagen del teleteatro en blanco y negro. Los de Abel Santa Cruz.
Construcción colectiva
En los años iniciales del presidente Raúl Alfonsín, el escenario del conflicto lo hegemonizaba la contradicción civil/militar. Democracia o dictadura. Con un maniqueismo estremecedor.
El enjuiciamiento profundizaba las exclusivas diferencias. Fue hasta que los militares de mediana graduación, que pasaron a la indiferencia de la historia como los “cara pintadas”, mostraron el penúltimo síntoma “digno” de reacción profesional. Ciclo que culminaría con la chirinada violentamente reprimida por la rigurosidad conceptual del Presidente Carlos Menem.
Desde 1990 la cuestión militar dejaría, en la práctica, de existir.
Sobre todo después que Menem, en un acto de olimpismo, los indultara, en nombre de la reconciliación nacional (y acaso para cumplir también con los aportantes montoneros).
Y les devolviera, además, los significativos honores. Mientras les tijereteaba, en simultáneo, asombrosamente el presupuesto. Y acababa con el servicio militar obligatorio, un sistema relativamente eficaz de integración social.
La larga década del noventa presentaría, como atractivo detalle de color, la autocrítica del general Martín Balza. Fue reproducida por el ideólogo Bernardo Neustadt, de influencia aún nunca valorada.
De todos modos, la problemática de la Defensa nacional, ya era poco menos que intrascendente. Se reducía al paso sucesivo de los ministros, a las turbulencias de algún negocio, o a la eterna discusión sobre las viejas llagas nunca cerradas. Que sólo a partir de 2003, desde la versión peronista de Kirchner, se podía volver a explotar. A sacarle réditos. Porque Kirchner, en su repliegue de vanguardia, volvía a deshonrarlos. Encarcelarlos. A quitarles cualquier atisbo de legitimidad, de respeto e importancia.
Desde la autocrítica de Balza, en los 90, el único militar que conquistó la centralidad, el interés de la prensa, y que hasta intentó el reequipamiento, fue el general César Milani, en la segunda década de los dos mil. Desde la especialización de la inteligencia. Para terminar apresado por un pecado supuestamente mortal de cuando tenía 21 años. Era subteniente y parecía tallar extrañamente fuerte en el ejército del Pájaro Suárez Mason, del majestuoso Galtieri y del Cachorro Menéndez.
Le pasó a Milani lo mismo que a tantos otros presos que suponían que el nuevo Presidente Macri iba a rescatarlos, en el fondo, de la mazmorra de Marcos Paz.
Contar potencia delante de los débiles
En 2015, el triunfo electoral de Macri, con su derecha culposa, cierra el círculo.
Simboliza el desgaste compartido de peronistas y radicales. Con exponentes de medialuna enarbolada que saltaron en garrocha institucional hacia el Colectivo Cambiemos. Sintetizan juntos -peronistas y radicales- el fracaso de la versión democrática iniciada en 1983. Para facilitar el regreso de la derecha, ahora con atuendo civil y sin corbata. Una derecha que había fracasado en el facto, pero que avanzaba desde la democracia. Y justamente a través del sufragio, el instrumento más elemental.
Por lo tanto resulta una broma macabra de la historia que al nuevo gobierno de derecha, culposa e inculta (cliquear), apoyada por el 99% de la llamada familia militar (y que tal vez no se encuentra a la altura de los acontecimientos que debe enfrentar), se le pierda el submarino con 44 tripulantes.
Se trata de una visión de la declinación nacional que cuesta admitir. Como cuesta aceptar el estancamiento, la obsolescencia hasta espiritual. O la melancolía por la grandeza perdida que nunca, en definitiva, existió.
Son disminuciones culturales que pueden corroborarse a través del efecto comparativo.
Por la consistencia de los países sólidos que supieron desarrollarse de verdad. Porque pudieron superar las degradaciones de su historia. Lo demuestran a través del perfeccionamiento defensivo. Con sus naves y aviones impresionantes y poderosos, de rusos y norteamericanos en actitud solidaria, a los que se debe, para colmo, agradecer. Aunque se dediquen a contar potencia delante de los débiles. Aunque nos exhiban, como un espejo, la pavorosa inferioridad. La impotencia nacional que ya ni genera, siquiera, rencor. Por mostrarnos, de frente, el efecto cruel del fracaso.
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