Mattarollo y el viaje final
Epopeya del militante culto y franco que ayudó a producir el relato vulnerable.
El Asís cultural
escribe Carolina Mantegari
Editora del AsísCultural,
especial para JorgeAsísDigital
Escueta, austera, la información sobre la muerte de Rodolfo Mattarollo incitaba a la indiferencia. Aludía al “referente defensor de presos políticos”.
Fue velado una semana atrás, de 9 a 13. En la Secretaría de Derechos Humanos.
Mattarollo cesa justamente durante el epílogo irremediable del relato kirchnerista. Narración que mantuvo, en la problemática humanística, la inspiración socialmente más presentable. Encomiable, incluso, para la historia. Un valor ajado, casi melancólico, desaconsejable para evocar en plena etapa lazarista del cristinismo. Cuando lo delictivo predomina sobre lo ejemplar.
La superioridad moral de los humanistas derivó en la degradación piadosamente auto-justificatoria. Lacerada, acaso, por el quebranto banal y venal de las Madres (“el pueblo las abraza”). Con los tramposos Sueños Compartidos que desembocaron en la posterior nacionalización forzada. Recurso de una legislatura cautiva, que permite cubrir hasta la osadía de una vulgar estafa.
En simultáneo, se impuso la designación del general César Milani como titular del Ejército. Con el complemento decorativo de las otras dos fuerzas impersonales.
Milani cierra el círculo de la complejidad kirchnerista.
Los fundamentos que sostienen los cargos, que se amontonan para la cuenta de Milani, son seguramente débiles. Apelables.
Sin embargo, con fundamentaciones de similar o menor magnitud, abundan cientos de presos militares. Se sienten “presos políticos”. Pero están estampillados por la “lesa humanidad”.
Representan (los presos) lo único tangible que persiste, en el fondo, de la cobertura eficaz del modelo humanitario.
Entre los sueños compartidos de Los Hermanitos Schoklender y la señora Hebe de Bonafini, La Madre de Todos, y la promoción del General ya también estampillado, se registró el repliegue del prestigio de la causa que debió ser incuestionable. Causa de admiración y reconocimiento.
El retroceso admitió la edición consumida de “Los negocios de los Derechos humanos”, de Luis Gasulla. Y hasta legitimó el lamento impresionante de la señora Estela de Carlotto, ante el periodista Diego Sheinkmann. Dijo: “Ahora nos gritan chorras”.
En contexto semejante debiera tratarse la vida, transcurrida hasta los 75 años, de Rodolfo Mattarollo. Interrumpida en Buenos Aires, a su regreso de Haití, donde diplomáticamente representaba el artificio chavista-brasileño de la Unasur. Fue recomendado para el cargo, a Néstor Kirchner, El Furia, según nuestras fuentes, por Rafael Follonier, El Canciller Paralelo. Consta que Rafa lo conocía desde la redacción de “Nuevo Hombre”, “periodismo militante” pero de verdad. Cuando se utilizaban palabras con riesgos de pólvora.
El olor de las hojas
A los 30 años, ya bastante grandecito, el doctor Mattarollo era aún el poeta Rodolfo Benasso.
Hijo de Evelina Benasso, poetisa refinada, cordial amiga de Álvaro Yunque, Leónidas Barletta y Aristóbulo Etchegaray. Directora, aparte, de Microcrítica, revista literaria más olvidada que los tres escritores aquí citados. Exponentes paternalistas de la “literatura popular”. Con el tiempo se la iba a calificar de “literatura comprometida”. Con la certeza de marchar, “comprometida”, con la causa invariable de la revolución.
Rodolfo Benasso era un “aliado”. Había publicado “El olor de las hojas”. Poemario breve, de lírica candorosa. Pero tenía también otro texto más recomendable. “El mundo de Haroldo Conti”. Una biografía crítica editada por Galerna.
Hacia finales de los sesenta, Haroldo Conti ya era un novelista magistral. Ya había escrito Sudeste (1962), y Alrededor de la Jaula (1966). Y los cuentos de “Con otra gente”.
Ahora Conti se dedicaba a ganar todos los premios posibles que se le presentaran. El último, el de Seix Barral, había sido por “En Vida”.
Libro denso, agobiante, “En vida” podía remitir al despojado Albert Camus.
Flaco y apuesto, con encantador aspecto de galán maduro, Haroldo trabajaba como profesor en un colegio secundario de Callao. Tomaba después café con los alumnos, casi en la esquina de Callao y Tucumán.
Grandes amigos, Rodolfo y Haroldo distaban aún de ser revolucionarios. No eran militantes del PC. Ni siquiera del PCR.
El poeta Benasso era un pulcro “juez de paz”, como se decía en aquellos años. Los viernes por la tarde ya solía despojarse de la corbata. Entre sus preocupaciones intelectuales figuraba el venerable suicidio. Un joven Werter, en definitiva, que leía a Goethe.
Entonces el Taller Literario Aníbal Ponce sesionaba en las oficinas del teatro IFT, durante las noches de sábado. Lo comandaba José Murillo, el “camarada novelista”, autor de “Los Traidores”.
Un par, el Pepe Murillo, de Juan José Manauta y Raúl Larra. Dos cumbres, junto a Alfredo Varela, de la literatura comunista.
Allí, en el IFT, Benasso, El Aliado, ilustraba a los inquietos militantes psicobolches con un curso completo de filosofía y estética.
En 1969 indagaba con agudeza a Jean Paul Sartre. Lo cruzaba con Albert Camus. En sus desbordes equilibrados remitía a Santo Tomas de Aquino. Y de algún modo terminaba siempre en Jacques Maritain.
Se lo recuerda vestido con un conjunto de jean blanco y mocasines sin medias.
Solía desplazarse en un Citroen 2 CV, color cremita. Vivía en la frontera imprecisa de Barracas con Constitución.
El viaje trascendental
Datos sueltos, apenas anticipatorios del viaje trascendental que el poeta Benasso iba a encarar por América Latina. Solo, casi en banda. Consecuencia de la ruptura afectiva que necesitaba superar (se había separado de una bella escritora de cuentos infantiles).
Los amigos temían que Benasso tuviera la mala idea de amasijarse en el Machu Pichu. Algunos aún pueden recordar las cartas conmovedoras que escribía desde Colombia, Ecuador, Méjico o Guatemala. Como si el poeta Benasso reiterara aquel viaje inaugural del joven Guevara, próximo Ché.
De pronto escribió algo así: “Tomo conciencia que mi profesión de abogado al fin puede serme útil para algo. Para alguien”.
Al regresar, Benasso ya era otro. Era el doctor Rodolfo Mattarollo. Renunció al puesto plácido de juez de paz, para disponerse a defender presos políticos. Junto a Eduardo Duhalde, aún El Bueno, la próxima víctima Rodolfo Ortega Peña. Con González Gartland.
En nuestra evaluación, Benasso-Mattarollo resultó fundamental para la precipitada radicalización ideológica del apuesto profesor que tomaba cafés sensuales con sus alumnas.
En las cercanías de los cincuenta, Haroldo ya había escrito sus libros más significativos y condecorados. Para aproximarse, después, al partidito de los “perros”. Y concluir previsiblemente “chupado”. Para cesar en algún centro clandestino de detención y transformarse definitivamente en otra víctima, para ser más agasajada que leída.
Hoy puede registrarse su nombre -Haroldo Conti- cuando se rescata el Centro Cultural de la Esma.
Trelew y después
La cuestión que a los 33 años, aquel ex juez de paz, el hijo poeta de la sensible Evelina que comentaba los libros comprometidos de Barletta, iba a desplazarse pronto hacia Trelew.
Había ocurrido la masacre de la Base Almirante Zar. Los amigos ahora dejaban de impresionarse por los arrebatos de sus indagaciones filosóficas. Interesaban las anécdotas que aludían a su desafiante valentía.
Por ejemplo de cuando estaba en el restaurant de Trelew, junto a otros abogados defensores, molestos inquisidores.
De pronto los rodearon como veinte militares con instrucciones compulsivas de desalojarlos. Mientras todos se levantaban para irse, cuentan que el doctor Mattarollo, con displicente soberbia, al mejor estilo Oscar Wilde, les dijo:
“Pero distinguidos señores, nos falta aún avanzar hacia los postres”. Y se dirigió al mozo: “La carta por favor, si es tan amable, que estos señores se impacientan y no me gusta”.
Después que lo reventaran a balazos a Silvio Frondizi, El Viejo Profesor de Derecho Político, Benasso-Mattarollo debió hacerse cargo de la dirección de la revista Nuevo Hombre.
Se radicalizaba como “perro”. La clandestinidad ya era un oficio cotidiano. Caminaba las calles en contramano y vivía en un departamento pequeño y sin muebles del Once. Por Cangallo, aunque tal vez era Sarmiento. Junto a su nueva compañera y un hijo.
Con la terapia intensiva del golpe del ’76 debió exiliarse en París. Anduvo después de humanista por el África, de consultor por Sudán, se hizo experto en el África Subsahariana y conoció, como nadie, la miseria resignada de Haití.
Se lo pudo encontrar en Buenos Aires ocho años después. Durante los juicios a la Junta Militar, 1984. Cuando, por su intermedio, el Almirante Sanguinetti, El Rojo, viajó hasta los Tribunales de Talcahuano para testimoniar ante los jueces Gil Laavedra, Valerga Araoz, Arslanián. “Nunca más”.
Se lo pudo ver también durante el lanzamiento del extinguido Diario Sur. Una aventura que dirigía el extinto Eduardo Duhalde, ya casi consagrado como “anzorreguista” de izquierda. Otro protegido, en fin, de Hugo Anzorregui, El Five.
Iba a secundarlo, también, cuando Duhalde ya era kirchnerista. En la Secretaria de los Derechos Humanos, donde también se despacharon honores y recompensas que, por ahora, no se van a tratar. Fue donde precisamente lo velaron a Benasso-Mattarollo, muy lejos del “Olor de las Hojas”, del IFT y del Citroen cremita, durante una mañana indiferente, de 9 a 13. Lanzado para el viaje trascendental, en el epílogo del relato que ayudó, con infinita franqueza, a componer.
Carolina Mantegari
para JorgeAsisDigital.com
permitida la reproducción sin citar la fuente.
Relacionados
El Don Juan de la Seducción Rentada
Grindetti se dispone a arrebatarle la gobernación que tenía en el bolso. Pero se le vinieron en patota los desastres.
La chispa, la pauta y la literatura siciliana
Sentencia clásica, para permanecer "es necesario que todo cambie". Para que todo siga exactamente igual.
Como los billetes de Gostanian
Es el neomenemismo libertario de Javier. Pero aquel Carlos tenía detrás al Partido Justicialista.