La felicidad aplicada a la política
DANIEL, MAURICIO Y SERGIO III: El macricaputismo. Entre Dale Carnegie, la meditación y Sir Bertrand Russell.
Miniseries
escribe Carolina Mantegari,
especial para JorgeAsísDigital
Mauricio Macri, El Niño Cincuentón, Jefe de Gobierno del Artificio Autónomo -máxima expresión del macricaputismo- se muestra contagiosamente feliz.
Tiene la vida abrochada. Planifica retirarse de la política en diez años. A los 64.
La asignatura pendiente -la única que le queda- es ser el presidente de la república.
Es la ambición lícita que comparte con los compañeros de la miniserie.
Daniel Scioli, el Líder de la Línea Aire y Sol I, y Sergio Massa, La Rata del Tigre, Aire y Sol II.
Ahora, a los 54, Mauricio se encuentra en perfecta sintonía con su historia. Se ve que disfruta, aparte, del presente.
Se le debe creer cuando confirma que está muy bien con su familia. Conforme con su cuerpo (hace 40 minutos de caminata diaria).
Explora discretamente los márgenes trillados del budismo. Para el circuito interior, la vaguedad que solía explotarse antes como “lo espiritual”. Con aquellos mantras colectivos -o con frecuencia individuales- que aportaron los sucesivos divulgadores que instalaron la trascendencia necesaria de la meditación. Un sistema de furtiva relajación que se trasplanta desde la lentitud del Tibet, para el consumo rápido de las grandes capitales.
El culto de “la gestión”
El Niño Cincuentón se muestra en acuerdo, también, con los datos que emanan de la trayectoria. Experiencias que, en apariencias, lo capitalizan. Lo completan.
Como la de haber sido el correcto presidente de una de las más grandes empresas argentinas. Y admirablemente convencido que no es -y acaso nunca lo fue- “el chico bien, el hijo de Papá”. Aquel personaje de caricatura fácil que los impugnadores suelen descalificar, hasta el límite del lugar común. De la magnitud provocativa de Aníbal Fernández, el locuaz punzante que suele catalogarlo de “haragán”. Y pretende arrastrarlo, sin demasiada suerte, hacia su campo. El barro.
Y todo por la ingeniosidad de “vivir de Franco” (asociación que alude a su padre y al descanso). Así lo hostigaba el publicista Albistur, desde el efectismo de los cartelones que multiplicaba en las calles.
En el recuento, Mauricio sabe que fue -si no el mejor- uno de los mejores presidentes de Boca.
Es la cultura pasional -Boca- que le permitió alcanzar el invalorable reconocimiento, desde Ushuaia hasta Jujuy.
Para definirlo, desde el Portal, como “una figura mucho más importante que la fuerza política que lo impulsa”.
“A mí me sirve el apoyo de Mauricio, no del PRO”, supo sintetizar un importante dirigente, del apodado “interior”.
También Mauricio está seguro, por si no bastara, del éxito obtenido en “la “gestión”.
Trátase del nuevo idealismo, tan perceptible como líquido (a la manera de Zygmunt Bauman, ver “La lealtad líquida”, cliquear).
La meritoria “gestión” suplantó el desánimo de la teoría, un perdedero de tiempo.
El liberalismo, el marxismo, incluso el peronismo, son categorías representativas de “lo viejo”.
Fueron sepultados por la ola superadora de “la gestión”. La acción destinada a resolver los problemas elementales de “la gente”.
Se muestra orgulloso del trabajo realizado con el equipo que conduce en el Artificio Autónomo de Buenos Aires.
A su criterio, la “gestión” -otra vez la palabra mágica- es absolutamente transformadora. A fuerza de Metrobus, logro casi unánimemente reconocido. De los programas diseñados para el sur. O de las emblemáticas bicisendas. Como las que destruyeron la circulación, sin ir más lejos, de la calle Montevideo.
Los vehículos se amontonan en la mañana, avanzan a paso de tortuga renga, y cada vez que pasa un ciclista (de contramano) casi se lo aplaude.
“Lo que cambió, Carolina, es la ciudad”, sentencia el ministro Dietrich, que agrega: “Buenos Aires sigue el modelo de Copenaghe”.
Proyectos y personas
Como no hay proyectos, en la Argentina sólo debe discutirse, en adelante, sobre personas.
Que representan, paradójicamente, los proyectos. Y suelen estructurarse a partir de la personalidad del sujeto.
Puede que la aseveración les disguste, pero los tres protagonistas de la miniserie de referencia –“Daniel, Mauricio y Sergio”, cliquear– se parecen demasiado.
Son positivistas voluntariosos que adhieren, acaso sin saberlo, a la ideología del vitalismo. A la celebración genérica de “la gestión”.
El culto del “hacer” siempre eleva sobre el rigor del “decir”.
Aquí, la precariedad del discurso debe simularse. Lo que importa es la prioridad del resultado.
Cada uno, en la práctica, emerge como el obstáculo para las ambiciones del otro.
Sergio aparece hoy como el más aventajado, situado en la tensa centralidad (ampliaremos).
Por prepotencia y capacidad para resistir, Daniel está con las barajas en la mano, y de la mesa ya no lo saca nadie (también ampliaremos).
Y Mauricio es quien parece tener el panorama más complicado.
Competencia, en definitiva, de Emilio Monzó, el armador, que debió habituarse a tener como jefe político a una celebridad.
Los tres referentes, en definitiva, son, ante todo, celebridades.
La conquista de la felicidad
De los tres, el que hace de la felicidad un rito cotidiano es Mauricio.
Se propone, a su pesar, como ejemplo para compartir. Exportar. Contagiar.
Uno de los amigos-asesores de superior formación intelectual (P.A.), es quien lo ayuda a explorar, según nuestras fuentes, la cuestión de la felicidad aplicada a la política.
“Es la felicidad, en el fondo, el valor fundamental que el estadista tiene que proporcionarle a su comunidad”.
La posibilidad de ser feliz, entre la mufa del contexto. Con la atracción permanente del fracaso y la abrumadora negatividad atmosférica.
El esquema podría reducirse a la sentencia que podría inspirar la filosofía de Alejandro Rozitchner.
Consiste en ser feliz para inyectarle felicidad al pueblo (aunque se lo llame “la gente”).
Casi como si continuaran la fresca hegemonía “del entusiasmo para entusiasmar”. La metodología que pregonaba la simpleza inofensiva de Dale Carnegie. Con el recetario que habilitó a cuantiosos aventureros que se lanzaron a la venta profesional del optimismo, mediante conferencias.
Similar desafío teórico fue encarado, aunque con resultados mucho más auspiciosos, por Bertrand Russell. A través del clásico “La conquista de la felicidad”. Una instancia a la que Russell llega después de haber explorado las causas de la desgracia. Es el libro que Marquitos podría reimprimir, a los efectos de obsequiarlo para las fiestas de fin de año.
Después de todo debe aceptarse que Bertrand Russell es un antecedente acaso rescatable para interpretar la filosofía del macricaputismo, que no agota su doctrina en los arrebatos de don Jaime Durán Barba.
Carolina Mantegari
para JorgeAsisDigital.com
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