El túnel de Dolmus
A Papademus aún le queda la alternativa de ser un estadista.
Artículos Internacionales
escribe Jorge Asís
especial para JorgeAsísDigital
Atenas
En Kolonaki, una suerte de Recoleta de Atenas, la crisis suele pasar un tanto más inadvertida. Hay bastante movimiento. «Gente más linda». Mejor vestida. Un consumo suficientemente normal, en los comercios elegantes que nada tienen que envidiar a los de Milán o París, y que ya anuncian sus saldos del invierno. En cambio, para pesar de los especuladores, los precios de los departamentos aún no comenzaron a bajar. Resisten, como si fueran tiempos de normalidad.
El Peros, equivalente a La Biela ateniense, emerge como el Agora moderno. Siempre rebosante de balances, enfoques y rumores. Es donde transcurre el reencuentro con Dolmus. Es un buen amigo del París de los noventa. Diplomático, casi septuagenario, por supuesto jubilado. Como cualquier griego consciente, Dolmus exhibe cierta impotencia espiritual. Y la resignación ideológica, en la mirada. Es la característica del pueblo desanimado, que supo caracterizarse, también, por la alegría de su libertad. En tal aspecto, Zorba hizo más, por la imagen de los griegos, que aquellas túnicas venerables de 25 siglos atrás. Del pasado tan presente desde sus ruinas redituables, terminadas a mano, que parecen cubrir de reproches al griego contemporáneo.
«Para ingresar en el túnel, es necesario que haya, en el fondo, una luz», dice Dolmus.
Y es precisamente la responsabilidad de su clase dirigente de encontrar, a lo sumo inventar, incluso artificialmente, la luz que socialmente se reclama.
Dracmatización asimétrica
Supone Dolmus que, por su condición de argentino, el cronista mantiene legitimidad para hablar despreocupadamente de la crisis.
Sin embargo no se sorprende, ni Dolmus, ni su hijo, ni sus amigos, sobre todo porque comparten. Cuando se les dice que lo último, lo menos recomendable que debiera hacer la Grecia del 2012, es imitar a la Argentina del 2002.
Y que no deben abandonar, ni ebrios ni fundidos, el euro.
Porque si los griegos se dracmatizan, aunque no vayan por la sobreactuada dracmatización asimétrica, Grecia se encuentra en el camino de identificarse mucho más con la vecina Albania, o con la más distante Chechenia, que con Italia o Francia.
Pero uno no es griego. Y a partir de la palabra cuenta con la frialdad del alejamiento. Para analizar la problemática con la suerte libertina del que sabe que va, invariablemente, a irse. A dejar Grecia. Pronto.
Demencia estructural
Para colmo, la demencia estructural de Grecia se completa, hasta la magnitud del grotesco, con las plácidas percepciones de la izquierda. Está tan dividida como la derecha. Atributo escasamente original. Pero la derecha registra, al menos, la obligación de presentar las soluciones para atenuar el desparramo multiplicado por la izquierda, que tiene el objetivo, plácidamente revolucionario, de demolerlas.
Para los exponentes esclarecidos del Synapsismo, o del melancólico Partido Comunista, es preferible percibir, en la debacle, la crisis natural del capitalismo. En el estado saludablemente terminal. Como si se asistiera a las vísperas de una situación inmejorablemente pre revolucionaria. La crisis como oportunidad.
Estimulan, aparte, alguna tesis vibrantemente conspirativa que reconforta. Y que se expande, hasta la inquietud. Al extremo de ser divulgada por la gente normal. Porque libera de culpas. La tesis indica que la Unión Europea, en su enigmática perversidad, decide utilizar a Grecia de tubo de ensayo. Como hizo el Fondo Monetario Internacional con la Argentina. A los efectos de imponer las recetas, siempre condenables, del neoliberalismo.
Kebab del sandwich
Mientras tanto, los dos principales sindicatos, aún controlados por la izquierda, recurren, momentáneamente, a la novedad de la prudencia. Se sienten lo que infortunadamente son: el kebab del sandwich.
Víctimas, en realidad, del desmesurado crecimiento del país, pero sin la fundamentación de su economía.
Tanto el sindicato que nuclea al sector privado, el más débil GSEE, como el que representa a la monstruosidad ineficaz del sector público, ADEDY, se aferran, afanosamente, a los sectores del estado que Lukas Papademus, el improvisado Primer Ministro, debe transformar. Tildado, unánimemente, de tecnócrata. De ser «el hombre de los bancos». Por haber sido vicepresidente del Banco Central Europeo, uno de los tres pilares de La Troika, ya descripta en «La utopía del recorte» (cliquear).
El mal necesario
Papademus tiene la tarea de conducir el trabajo horriblemente sucio del saneamiento. A la cabeza del gobierno de coalición, que lo integran los políticos profesionales, del centro izquierda a la derecha, de los partidos que se estrellaron.
Lo toman, a lo sumo, según nuestras fuentes, como el mal necesario. Sin avalar, con su firma, hasta hoy, los planteos de privatización que Papademus produce.
La transformación de la economía, que se impone en las palabras. Pero la dirigencia parece no terminar de convencerse, en el fondo, de la necesidad de instrumentarla.
Tal vez, la derecha de Samaras y Dimas, como el centro izquierda de Venizelos y Papandreu, aspiran a que pase, dilatadamente, el tiempo. Conscientes, acaso, hasta el abuso, que Alemania y Francia, en defensa propia, nunca van a dejar que se caiga Grecia.
Para salir del laberinto, algo, a cambio, los griegos tienen que ofrecer. O conceder. Algún pantalón se tienen que bajar. Para que La Troika se persuada que Grecia merece los 135 mil millones de dólares que puedan salvarla, transitoriamente, del destino previsible, final. El precipicio. Si no se asesta, desde la política, un fuerte golpe de confianza. De credibilidad. Que instale algo parecido a la luz, al final del túnel que desespera a Dolmus.
De ser por la jerarquía de los políticos en pugna, debiera consolidarse el escepticismo denso. La impotencia del griego básico. Salvo que Papademus tampoco se resigne al eterno calificativo de tecnócrata. De mal necesario. Y el tecnócrata se reciba, aceleradamente, de estadista. Al que la historia lo ubica en el extraño lugar de privilegio, al que nunca aspiró. Para elevarse. A los efectos de comunicarle a los griegos, primero, a La Troika y al mundo, su hostigado plan de salvación.
Jorge Asís
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