Hessel y el frutero de Túnez
El fenómeno de los Indignados Globales. Democratizar la corrupción del capitalismo.
El Asís cultural
escribe Carolina Mantegari
Editora del AsísDigital,
especial para JorgeAsísDigital
Los españoles suelen ser ilimitadamente competitivos. Hasta para las desgracias.
Para la prensa vanguardista de España (El País), los modernos indignados nacieron, como fenómeno, en Madrid (es falso).
Consecuencias de las indignaciones masivas del verano. Sensibles perdedores que se contuvieron en la Puerta del Sol. Desde donde se multiplicaron, en la teoría, hacia el universo. Con la coronación de cientos de marchas simultáneas, en noventa ciudades. Unificados por la rebeldía anárquica que aún nadie, en definitiva, supo explicar. Ni definir (tampoco es la intención del presente texto).
Abunda, sí, el conglomerado de banalidades usuales. Lugares comunes que aluden a la «insatisfacción social». Al cansancio colectivo por «las frustraciones acumuladas». Falta de «perspectivas laborales». Reflexiones de profesionales, en la obligación de brindar respuestas.
Hessel y Bouazizi
Sin desdeñar el espíritu festivo de los piqueteros españoles, para tratar el fenómeno de los indignados, con algún rigor, hay que trasladarse -según nuestra evaluación- primero a Francia. Y luego a Túnez. Por la coincidencia de un librito de Hessel, y la posterior inmolación del frutero.
El librito, «¡Indignez-vous!», es un folletín de 30 páginas. Best seller prescindible, inteligentemente panfletario. Se vendía como las croissants. A 3 euros.
Receta de auto ayuda para canalizar la rebeldía moral. Escrito por Stéphane Hessel, un Emile Zola de la estación.
Alemán, oriundo de Berlín, naturalizado francés, judío y de 93 años. Hessel suele traficar con la venerable condición de haber participado de «la Resistencia».
Para colmo, Hessel es también filósofo. Y hasta mereció la Legión de Honor. Le colgaron, con solemnidad, la distinguida «bijouterie» (al decir de Abelardo Ramos, el pensador que se extraña).
El nonagenario Hessel supo explotar el pesimismo tradicionalmente existencial de los franceses. Deprimidos, en general, porque envejecieron mal. Con suficientes ínfulas para transmitir su dolor personal hacia el semejante.
«¡Indignez vous!», «Indígnese». Anótese en la onda reconfortante. La convocatoria literaria superó el millón de ejemplares. Hasta llegó, traducida, a la Argentina, pero sin gran suerte. La mercadería correteada (la indignación) sobra en nuestros pagos.
Sobran, también, los indignantes que las motivaron.
El folletín, exitosamente insignificante, de Hessel, apareció en diciembre del 2010. Ideal para los regalos baratos de las fiestas de Noel y del Bonne Anné.
«¡Indignez-vous!» antecedió, en un mes, a las protestas derivadas de la inmolación conmovedora de Mohamed Bouazizi. Es el frutero de 26 años de Sidi Bouzid, un poblado del interior de Túnez.
El 4 de enero del 2011, el desdichado Bouazizi decidió hacer, de su cuerpo, una antorcha.
Conste que el presidente Ben Alí sospechaba que podía transformarse en la verdadera víctima del fuego. El Dictador se precipitó -al mejor estilo Scioli- en fotografiarse al costado del lecho de Mohamed. Pero el frutero tenía vendas hasta en la mirada.
Con su muerte, Bouazizi emerge como el origen del estremecimiento social que románticamente iba a llamarse la «primavera árabe».
Laberinto cultural -la primavera árabe- del que se desconoce cómo demonios se va a salir. De manera -digamos- presentable. Sin la presencia de los tiranos para derrocar, al costo eventual de miles de muertos anónimos. Y sin la carnicería étnica, infortunadamente confesional, de los movilizados por las venganzas ancestrales. Por los odios infinitos, derivados de las distintas interpretaciones del misterio religioso.
Atañen a las tres corporaciones poderosamente monoteístas. El Islam, el Cristianismo y el Judaísmo.
Derrocado Hosni Moubarak, en Egipto, se presenta el riesgo de la indefensión de los coptos. Los cristianos que se sentían -cuesta admitirlo- más protegidos con la corrupción, estructuralmente represiva, de Moubarak. Preferencia por lo malo conocido.
Del mismo modo, los cristianos ortodoxos de Siria se sienten, aún, más amparados con la hegemonía del carnicero Bashar. Curtido por el refinamiento occidental, Bashar jamás vacila cuando tiene que «enfriar», para siempre, a sus indignados.
Pertenece (Bashar) a la minoritaria secta alawita. Aliada natural del chiismo, con terminales en el persa Irán. Aún aguardan la llegada del Profeta Alí.
El alawita concentra el rencor -y sobre todo las postergaciones- de los mayoritarios sunnitas. Internas violentas, por la herencia interpretativa de Mahoma.
Sin embargo, como complemento, y a pesar de la sumisión al Señor, se encuentran millones de árabes mayoritariamente interesados en la evolución intelectual. Generacionalmente hartos de las intransigencias de las religiones. Capitalizados, aparte, por la tenencia de información. Por la existencia de otros códigos cercanos de comportamiento. La legitimidad cultural no procede, exclusivamente, de la facilidad comunicacional que brindan las redes sociales. El tema, infortunadamente, es más complejo. Son seres descartados por la historia contemporánea, que aspiran al privilegio de participar de una verdadera democracia. Aunque derive en otro desastre. Con el atributo de ejercitar la utopía de la libertad individual.
El frutero de Túnez, Mohamed Bouazizi, puso el cuerpo para las llamas. Y generar las protestas. Y Stéphane Hessel, desde París, puso la letra. Para sostener las argumentaciones iniciales. Precarias.
El resto lo puso el contagio occidental. Por la caudalosa indignación, ante el colapso de sus sistemas de integración.
El fracaso, al fin y al cabo, resultó infinitamente más internacional que la revolución alucinada por Carlos Marx, el utopista financiado por Federico Engels. Ambos inspiraron a los íconos revolucionarios, Ulianov Lenin y Liov Davidovich Bronstein, Trotsky. Hasta que Pepe Stalin supo aplicar la penicilina pragmática del socialismo real. Campitos de reeducación que Hitler iba a perfeccionar. Para su propia carnicería. Con el Zyklon B, el detergente con base de cianuro, eficaz para asesinar indefensos sin el derecho, por entonces, para indignarse.
Socializar la corrupción
Los indignados de Occidente, ciertamente indignan. Mantienen en común, con la primavera árabe, distintos niveles del fracaso colectivo.
En su magnífica perversión, el capitalismo instaló la ilusión cercana del bienestar. La zanahoria de la consagración individual. La obsesión del consumo, junto a la necesidad de hacer consumir al semejante.
El fenómeno, en algunos países, estuvo atenuado por la racionalidad. Alemania, acaso, o los países escandinavos. En otros, como España, Grecia, Estados Unidos o Italia, se registraron epílogos emotivamente grotescos. Con la proyección social de los insolventes, no necesariamente idiotas, que trataban, con desdén, a los indocumentados. Degradaban a los inmigrantes que emergían desde las barcazas despreciables, con la iniciativa invalorable de la desesperación. Pero se suponían en condiciones de aspirar al trámite burocrático de lograr una segunda casa, aún sin haber terminado de pagar la primera. Supieron aprovechar la burbuja integradora de las finanzas patológicas. Para sentirse superiores, en un mundo colmado de miserables que se ufanaban, explicablemente, por imitarlos.
Se sentían, en su ingenuidad, seguros. Por disponer de las garantías del pasaporte comunitario. O el blindaje norteamericano. Y un empleo básico. Ficciones atmosféricas que los habilitaban a internarse en las prestaciones mensualmente inagotables. El artificio podía mantenerse, apenas, si la ilusión era eterna.
Al romperse, estallaron los bancos y la fe. El generalizado «sistema Fonzi» del capitalismo comenzó a desmembrarse. Junto a la caída de la confianza, cayó la sobrevaloración. Creció, por lo tanto, la decepción de lo real. No eran ricos un pepino, y estaban, de repente, afuera del progreso. La tentación de la facilidad los incitaba a indignarse en las plazas, convertidas en lugares de comunicación social, donde se podía insultar gratis, a canilla libre, a los banqueros, a los políticos, al «injusto orden mundial». Mientras resuenan los deseos de toparse con una nueva revolución. Imaginaria. Que derive en la víspera de otra frustración.
Los indignados de occidente indignan. Ansían el regreso triunfal de aquella fantasía. Protestan contra los bancos, y contra la corrupción porque, en el fondo, no los contiene.
El desafío revolucionario de la hora consiste en socializar la corrupción. Democratizarla. Formar parte, colectivamente, de ella. Participar, para calmarse, del beneficio integrador. Sin quedarse afuera, en adelante, nunca más.
Carolina Mantegari
para JorgeAsisDigital.Com
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