El turno de Siria
Rebeliones por hartazgo. Túnez, Egipto, Libia.
Artículos Internacionales
«No se puede hacer la guerra sin Egipto,
ni se puede hacer la paz sin Siria»
Henry Kissinger, Memorias.
El occidente libre y sensible -donde suele incluirse a la Argentina- debiera abandonar la placidez de la impotencia, y dejar de ser cómplice de la represión desplegada por la dictadura siria. Por el totalitarismo que mantiene, ofensivamente al frente, a «Bashar, el oftalmólogo» (cliquear), El hijo de Haffez al Assad.
Primavera siria
Presidente por carambola familiar. Por la muerte sospechosamente accidental del hermanito Basel, que estaba preparado para el mando. De todos modos, por la muerte de Haffez, en el 2.000, el doctor Bashar Al Assad debió acceder al poder de Damasco. Con los aires reformistas del estilo modernizador. El chico tenía 35 años y se había educado en Londres. Había adoptado las modalidades del gentleman victoriano. Entonces curtió la imagen seductora del portador de la apertura. Un titulero inspirado precipitadamente calificó su ciclo inicial como la «primavera siria».
Diez años después, con 45 años, Bashar dejó en el camino aquella poesía primaveral. Y ya no vacila en matar a todos los manifestantes movilizados que sea necesario matar. Así los «sahibas» (esbirros del régimen) deban arrancarlos, incluso, a los opositores, de los hospitales adonde llegaron heridos, por la ferocidad de la represión. Si no se los mata en la calle, se los mata en los hospitales. El objetivo prioritario consiste en mantener la maquinaria anquilosada del poder. Por lo tanto, deben cortarse de raíz los brotes venenosos de la rebelión. En la bella Lataquie, en Homs, en Deraa, la llamada «ciudad mártir» que inició la revuelta.
Como si recibiera el mandato de Haffez, el doctor Bashar tiene que demostrarse implacable. Demostrar que carece de preparación espiritual para soportar las contestaciones sociales. Estimuladas, con seguridad, por los desestabilizadores foráneos. Mercenarios llegados del exterior. Pasan los años, y los dictadores carecen de lucidez argumental.
La inmolación de Buazizi
Merced a la firme implantación del terror, la dinastía alawita de los Assad se fundió, en Siria, con el poder. Al extremo de no poder separarse, ni entender la minoría alawita separada del manejo del estado, mientras la mayoría sunni prepara, irremediablemente, la venganza. Lo tienen (el poder) desde hace 48 años. Olvidados de cualquier antiguo precepto revolucionario. De los ideales, al menos cuestionables, que traía el Partido Baath.
Seis meses atrás, ni siquiera Robert Fisk podía imaginar que, en las principales ciudades de Siria, iba a asistirse a las secuelas de la rebeldía. Desplegada, con unanimidad, en la totalidad de los países árabes. Desde que aquel joven Buazizi, el angustiado verdulero del interior de Túnez, decidiera inmolarse. Para protestar contra el fracaso asegurado de su generación. Y de las venideras.
Aquella inmolación de Buazizi coincidió, en mayor o menor medida, con el sentimiento denso de indignación de las diversas poblaciones del llamado «mundo árabe». Castigadas por la mediocridad, y por la virulencia de los colonialismos que ensuciaron culturalmente la historia. Pueblos que persisten, hartos del oscurantismo cultural, pero sobre todo del imperio de la necedad. De la bestial corrupción de los gobernantes que los tienen impuestos. A los que nunca eligieron y que jamás, hasta la inmolación de Buazizi, iban a tener siquiera posibilidades de soñar con elegir.
Las rebeliones incómodas
Si se aparta el aspecto emotivo, debe aceptarse, en primer lugar, que para las potencias occidentales, y para los países standard de ramos generales, estas rebeliones resultan, al menos, incómodas para la clasificación. E inoportunas. Llegaron, incluso, para formar parte de sus problemas internos. Casi domésticos. Por las vibraciones de la necesaria energía. Del movimiento y de la luz.
A la caída menos gravitante del extorsivo Ben Alí, del satisfactorio balneario de Túnez, debió agregarse, posteriormente, la paciente exterminación de Hosni Mubarak, de Egipto. El aliado fundamental que garantizaba una incierta estabilidad. «Sin Egipto nunca podía haber guerra», recomendaba Kissinger. Egipto, por la costosa paz, se había transformado en el país más confiable para Israel. Inclusive, más que Turquía, en cuya pedantería institucional se fomentaban las crecientes solidaridades para los palestinos sometidos (los palestinos tienen que existir siempre como problema eterno. Pero sin solución).
La caída de Mubarak signó la incertidumbre de Egipto. Para la prensa de los países presentables, Egipto, como tema, casi se agotó con la partida del tirano. El enfermito pronto va a cesar, invariablemente, en el olvido tibio de algún sanatorio.
Hoy cuesta encontrar alguien que se preocupe por el seguimiento temático. Sobre todo porque Egipto fue desplazado, de las primeras planas, por las barbaridades de Libia. Por la persistente beligerancia de «Kadhafi, Nuestro bárbaro» (cliquear). Justamente cuando los países que interesan, por obra de Bush hijo y de Tony Blair, y por el pago inculpatorio de reparaciones por 2.700 millones de dólares, decidieron retirarle (a Kadhafi) la bolilla negra. Para aceptar, desde el 2006, al Bárbaro. Necesitados más del petróleo que de la insoportable extravagancia.
En cambio Ben Alí era, más bien, intrascendente y casi neutro. Menos interesante que la señora Leila Traboulsi, su esposa, que por lo menos era dominante, inescrupulosamente canalla, cruel. Juntos, Ben y Leila habían convertido a Túnez (la vieja Cartago) en una barata estación balnearia de abundante sol y permisividad, y aceptable cous cous. Basaba la legitimidad en el hecho heroico de impedir la proliferación de los fundamentalistas islámicos. Como aquellos que asolaban Argelia. A los que Ben Alí perseguía y encerraba. Hoy a Ben y Leila les cuesta encontrar una ciudad-refugio donde dilapidar los dólares. Sin embargo el destino es más malvado con los miles de tunecinos que se amontonan en Ventimiglia. Frontera de Italia con Francia. Entre europeos que se pelean entre ellos por tener la gloria de rechazarlos.
Dictadores de la Casa
Al contrario, Mubarak y Kadhafi eran los «dictadores de la casa». Amigos tiranuelos, «nuestros h. de p». Por ser de la casa, al caer, las rebeliones comenzaban a tornarse geopolíticamente preocupantes. Estados Unidos se encontraba en una encerrona imprevisible. No podía mostrarse indiferente, ante los bombazos del tirano amigo contra su pueblo. Pero tampoco podían, gratuitamente, entregarlos. Porque todo aquello que viniera podía ser creativamente peor, aún más mediocre. De ningún modo porque dispusieran de información de inteligencia incuestionable. O porque creyeran que los países desgraciados, y sin rumbo, marchaban hacia el islamismo político. Las congregaciones confesionales participaban, en efecto, de las revueltas. Pero no representaban, ni de lejos, la conducción, que era gravemente dispersa y violentamente anárquica. Los fundamentalistas ni siquiera tenían la voz de mando.
El fenómeno de la rebelión no admitía interpretaciones fáciles. Como las que suelen improvisar los comentaristas por la televisión (no sólo en Argentina). Tampoco termina de convencer el efecto de atribuir la revuelta a las imágenes manipuladas de la cadena Al Jazzera. Ni puede simplificarse con la cautivante interpretación de la insurrección informática. Inspirada en el contagio de las redes sociales.
Amigos y enemigos
Pero el enfoque geopolítico debe complicarse cuando la rebelión, a través de Deraa, llega hacia Siria. «Sin Siria no puede hablarse de paz», decía Kissinger. El estado menos concebible. La dictadura eficaz de los Assad. Asesinos comprobados en la materia de insurrecciones populares. Lo prueban trágicamente los 20 mil asesinados de Hama, en 1982, donde los «sunnitas» Hermanos Musulmanes, apostados desde 1940, habían instalado una base irrisoriamente molesta.
Para las izquierdas incultas, el enfoque hoy debe ser menos plácido. Porque Siria participa del espacio diabólico. Por su alianza con Irán, que se arrastra desde la década del ochenta. Y por un antiimperialismo lo suficientemente frontal para seducir a los más fanatizados. Entrenados para el rencor, sobre todo, hacia Israel.
Si Mubarak, amigo de los Estados Unidos, para sostenerse acusaba, a los manifestantes, de ser manipulados por los islamistas de Irán, hoy Bashar el Assad, el oftalmólogo, enemigo de Israel y de los americanos, prefiere acusar, a los insurrectos, de ser manipulados por la Arabia Saudita. El enemigo declarado de Irán. Pero aliado, eternamente petrolero, de Estados Unidos.
Felizmente ya ni Kadhafi -el amigo- ni Bashar -el enemigo- tienen licencia para matar a canilla libre. A sus pueblos agobiados. Expoliados. Los que están, grandiosamente, hartos de ellos. De la mediocridad que representan. De la certeza del fracaso.
Aunque Kadhafi haya sido perdonado. Y Bashar pertenezca al elitismo del Eje del Mal. Ambos están igualmente condenados. Perdieron. Game over. Aunque crean, aún, en la alucinación de la resistencia. A través de los tanques y las balaceras. A través de una censura que impide, incluso, la convicción de las imágenes. La presencia de las cámaras conspirativas de televisión.
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