La consolidación de Mubarak
Ejes paradójicos del Mal.
Artículos Internacionales
Paradójicamente, Hassan Nasrallah, Secretario General del Hezbollah, de El Líbano, sale -sin que sea su objetivo- a fortalecer a su enemigo Hosni Mubarak, Dictador de Egipto.
La ecuación, para la Casa Blanca y el Departamento de Estado, sería la siguiente:
«Si el Hezbollah, que está contra Estados Unidos e Israel, apoya la revuelta y exige el cambio, es preferible apoyar la permanencia de Mubarak. O de Suleiman».
En realidad, Nasrallah instala el conflicto de Egipto en el marco geopolítico.
Para infortunio de los artesanos de las explicaciones fáciles. Dadores de argumentaciones al paso. Los que, para legitimar el masivo desconocimiento de los aturdidos de occidente, identifican la madera con la carpintería. Transmiten que se asiste a las consecuencias de las rebeldías informáticas, impulsadas por los usuarios movilizados de las redes sociales.
Vaya la atracción del título. La Revolución del Facebook. Y del Twitter.
Desde algún lugar relativamente oculto de Beyrouth, con el rostro multiplicado entre las diversas plazas por las pantallas gigantes, Nasrallah baja la línea.
Interpreta que en Egipto se desmorona «el plan americano-israelí, para Medio Oriente».
Plantea la insolencia de una batalla maniquea entre el Bien y el Mal.
Por supuesto, al dar las cartas, Nasrallah se cree enrolado en las fuerzas el Bien.
Cuando es, precisamente, en el Eje del Mal donde lo ubican sus enemigos. Igualmente maniqueos.
Estados Unidos y -sobre todo- Israel.
Manual de Autoayuda
Para beneficio político de Mubarak (y de Suleiman), el barbado Nasrallah pontifica después de, nada menos, Ali Khamenei.
Trátase -Khamenei- del Guía de la República Islámica de Irán.
Se encuadran, además, en la plena solidaridad con la revuelta popular de Egipto, los dos oponentes internos del país persa.
Es el clérigo reformista Ahmed Khatami. Aquel que justamente debió interrumpir su programa de reformas, para desdicha de la sociedad iraní. Consecuencia, en cierto modo, de la absurda intromisión militar americano-británica en Irak. Con la ayuda distraída de España, entonces gobernada por el Partido Popular, del «Chaplin» Aznar.
El oponente interno de Khatami, que también apoya la revuelta, es Mahmud Ahmadinejad. El exuberante presidente actual de Irán. Frecuente interlocutor de Chávez (que de geopolítica entiende bastante). Y del instintivo Lula, hoy desautorizado, al respecto, por la señora Dilma. Para los diarios.
Ahmadinejad es una suerte de Kirchnercito persa. Comparte la teoría del crecimiento sólo a través del conflicto. Pero sin el auxilio intelectual del ensayista Laclau, de la señora Chantal Mouffe ni del crítico literario Horacio González. En su caso, Ahmadinejad trata de crecer a través de la defenestración directa de Israel. Tarea que comenzó, empeñosamente, con la organización, en Teherán, del indescifrable Seminario sobre el Holocausto.
Se asiste a las paradojas del desencuentro violentamente cultural, militar y religioso, que Samuel Huntington prefirió reducirlo con el hallazgo conceptual de «Choque de Civilizaciones». Título del Insustituible manual de autoayuda. Indispensable para todo aquel que necesite impresionar en las sobremesas.
En los ochenta, el Irán de Komeini guerreó, durante siete años, con el Irak de Saddam Hussein. Al que cortejaban, amorosamente, los occidentales. Cuando Saddam salió a jugarse valientemente por los intereses de Arabia Saudita.
Pero en los dos mil, en el Irán de Kathami no pudo culminarse el proceso de las reformas sociales. Ni profundizarse las aperturas. Porque las tropas de los Estados Unidos de Bush, del Reino Unido de Blair, y la España de Aznar, invadieron desastrosamente Bagdad. Fue después del cinematográfico atentado a las Torres Gemelas. Los aviones estrellados por La Base (Al Qaeda, la organización enemiga, en simultáneo, también de Saddam y de Irán).
Sin embargo el Occidente, catastróficamente comandado por Bush y Blair, despanzurró aquel Irak. Con el pretexto de buscar las «armas de destrucción masiva», que no existían en ninguna parte. Salvo que le hubieran sido suministradas, antes, a Saddam. Cuando jugaba para los Estados Unidos. Para que destruyera a Irán. En defensa de la Arabia Saudita.
Y el Partido Popular, ya sin Aznar, pierde pronto las riendas del poder, en aquella España inflamada. Consecuencia del atentado espeluznante de Atocha. A cargo, esta vez, de la franquicia marroquí de Al Qaeda (La Base). Aquellos muertos de Atocha fueron políticamente letales para el PP. Facilitaron -los muertos- el triunfo inesperado de Zapatero. Junto al socialista Zapatero, España se iba a desinflamar. A descender. Hasta los alrededores del quebranto.
La consolidación de Mubarak-Suleiman
El juego de los ejes está servido.
El Eje Estados Unidos-Israel se queda, ineludiblemente, al lado de Mubarak. Aunque deban, acaso, de últimas, entregarlo.
Se acepta, en general, que el Dictador Mubarak mantiene el temple suficiente. Se la banca, no es ningún Ben Alí (el Dictador derrocado en el balneario de Túnez).
Mubarak se las ingenia para ofrecerle resistencia al amontonamiento anárquico de los débiles. Los que sólo tienen, de su parte, la razón. Muy poco.
Entonces Mubarak se consolida. Aguanta. Después de haber soportado la mediatizada internacionalmente «Marcha del Millón». Y de haber organizado, al estilo casi argentino, una ronda de diálogo. Para ganar tiempo y desgastarlos. Y que lo pierda (el tiempo) la oposición posible. Es la oposición que hay. No puede inventarse, precipitadamente, otra.
Es consciente -Mubarak- que los dobla. Los penetra.
Porque sabe que lo peor que puede ocurrirle a los (norte)americanos, y por supuesto a Israel, es que se tomen en serio las declaraciones de la señora Hillary Clinton. Y Mubarak tenga que irse. En cuyo caso tampoco sería nada demasiado grave. Porque, para administrar «la transición», quedaría, más allá de la simbología, el vice, Omar Suleiman. Que es, justamente, el que habían elegido los americanos para que se quedara con la sucesión. De no haber ocurrido, claro está, aquellos episodios de Túnez. El viejo Cartago. Que derivara, finalmente, en un balneario accesible para los epicureanos europeos que solían fascinarse con los inescrupulosos dóciles del caliente Maghreb.
A partir de la quemazón, a lo bonzo, del inadvertido joven Buazizi, que aspiraba a la utopía de tener oportunidades. A no resignarse ante la patética certidumbre del fracaso colectivo.
Buazizi se inmoló para generar, en adelante, la ola incontenible de la bronca. De impotencia y de estupor, que aún mantiene perplejos a los occidentales que ni aprenden, siquiera, a pronunciar sus nombres.
Más allá de los coros, de la consigna del «que se vayan todos», la oposición egipcia no puede presentar nada que sea medianamente viable.
Ante el esbozo de una Comisión de Sabios, Mubarak sonríe.
Baradei, por su parte, se rinde. Propone, penetrado, que sea Suleiman quien presida la transición.
En definitiva, si Mubarak aguanta un par de días, podrá quedarse a festejar, pronto, su aniversario. El número 83.
Mientras tanto, los egipcios que permanecen concentrados en la gran Plaza Tahuir emulan, en versión menos grotesca, a aquellos partidarios de Antonio López Obrador.
Los protestones que se quedaron semanas en la gigantesca Plaza del Zócalo, en Méjico. Indignados porque Felipe Calderón les había soplado la victoria.
«Pelito para La Vieja», como decían en el barrio.
De a poco, paulatinamente, los manifestantes tendrán que irse de la plaza. Hacia sus casas, en caso de tenerlas.
Para lograr que se vayan basta con el cansancio lento. Alguna lluvia intensa. La partida de las cámaras de televisión. Hasta que Egipto deje de ser noticia de primera plana de los noticieros.
A lo sumo, para despejar la plaza, habrá que dar otro previsible par de palos. Para recobrar la definitiva normalidad. Hasta septiembre.
Días de Ira
Del otro lado, a favor del genérico pueblo egipcio que se insurreccionó, queda la versión del Eje del Mal.
Irán, el Hezbollah, la Siria de Assad. Es el oncólogo presentable. El hijo de Haffez.
Assad, pobre, El Oncólogo, no puede hacer ostentaciones mayores con el tema Egipto. Por efecto de la penúltima paradoja.
Porque el hijo de Haffez pudo sofocar, en el origen, la programación del Día de la Ira. En Damasco. Contra la dinastía de los Assad.
En Siria (país árabe aliado del persa Irán, del Hamas palestino y del Hezbollah libanés), para ser francos, dista de ser fácil ejercitar alguna versión de «la ira». O cualquier pasión por el reclamo.
Lo saben los degollados que no pueden testimoniar. Los islamistas colgados de Hamas.
En su ira, Nasrallah habla, en cierto modo, como aquellos comunistas argentinos que solían pregonar un gobierno de amplia coalición democrática.
En su caso, Nasrallah menciona «una revolución popular que agrupe, en Egipto, a los musulmanes, a los partidos islámicos y los nacionales, a los movimientos culturales de la sociedad civil». Y hasta, incluso, a los cristianos. Justamente es Nasrallah quien cita la utilidad de los cristianos. En momentos tan terribles para la cristiandad.
Cuando hasta a las iglesias de occidente les cuesta tomar conciencia del avance despiadado de la cristianofobia.
Se explicita -la cristianofobia- en las iras de diversos países árabes (como Egipto e Irak). Y africanos.
«¡Egipto o Israel!», sintetiza finalmente el Barba Nasrallah, líder del Hezbollah.
Con el ferviente deseo de radicalizar la lucha. Aunque facilita, paradójicamente, la permanencia del símbolo adverso.
De Hosni Mubarak. O de Omar Suleiman. Para la complejidad del cuadro, representan, los dos, el mismo eje. El que encabeza Obama. Aunque Obama se llame Barack.
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