Paradero eterno
Para testimoniar en la Causa Noble.
Cartas al Tío Plinio
Tío Plinio querido,
Mi problema, en los aeropuertos de Europa, es el rostro árabe. Suele perturbarme entre los guardianes. Me demoran. Me miran de arriba hacia abajo. Me preguntan adónde voy a alojarme. A quién conozco. Se consultan entre ellos. Me hacen quitar hasta los zapatos. Ruego que no destelle, en las computadoras, la coincidencia del documento con ningún otro Zaín. O acaso Zaim. Aziz o Asis. Algún homónimo sindicado como terrorista. O como mártir dispuesto a inmolarse.
Con los años, probablemente por la convicción de mi pelo gris, los guardianes comprendieron, tío Plinio querido, que ya estoy bastante veterano para aventurarme en inmolaciones semejantes. Me dejan pasar, casi con piedad.
En cambio mi problema, en los aeropuertos de Argentina -o en cualquier paso fronterizo-, es otro.
Es la derivación del trámite encarado por el doctor Bergessio.
El pedido eterno de «averiguación de paradero». Suele perturbarme el paso entre los guardias de Migraciones. Me demoran. «En ejercicio de las facultades conferidas por la Ley 25.871».
El «paradero» eterno fue pedido, tío Plinio querido, por el Juzgado Federal de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional, número 2. Secretaría 5. San Isidro. Provincia de Buenos Aires.
Expediente DNM: 8011282009.
Vida secreta
Es sabido que soy tradicionalmente inaccesible.
Que mantengo una vida secretamente clandestina.
Que nadie sabe como ubicarme. Por lo tanto, es casi imposible llegar a mí.
Averiguar mis teléfonos constituye una odisea.
Saber donde vivo, es casi un mérito.
Como adivinar dónde tomo el primer café. El de la conexión con el universo.
O a qué milonga voy.
O con quien copulo.
Entonces, ante la imposibilidad de localizar al «causante», por decisión de algún colaborador inspirado, el doctor Bergessio libró el pedido de «averiguación de paradero» de Jorge Cayetano Zaín (Alias Jorge Asís).
La cuestión que me hizo demorar, en dos horas, el año anterior, mi arribo al país.
Pero finalmente, tío Plinio querido, pude entrar, con los aguijones de alguna culpa extrañamente pendiente.
¿Qué macana habré hecho?, me preguntaba.
Cuatro horas después, los amigos abogados solidarios -Eduardo, Mariano, Carlos- lograron averiguar el motivo de la búsqueda insaciable.
Tenía que testimoniar en «la Causa Noble».
Clarín, invariablemente, tío Plinio querido, iba a perseguirme siempre.
Drama regulado
Alguien, con intuición fundamentada, supuso que yo tenía información precisa acerca de los episodios relativamente conocidos. Aluden a la confusa adopción, en aquellos setenta fatídicamente factuosos, de dos niños. Los que ya están, tío Plinio querido, lo suficientemente grandecitos como para decidir lo que quieran. Si reconocer o no. Si ser reconocidos. 33 años cada uno.
Trátase de las derivaciones del dolor políticamente regulado.
Esclarecimientos humanitarios que no dependen exclusivamente de los altibajos emocionales. Dependen, en cierto modo, y a pesar de la idoneidad de los jueces, de las relaciones de pareja entre el gobierno de los Kirchner y Clarín.
En los momentos plenos del idilio, por ejemplo, lo crucificaron -los Kirchner y Clarín-, cruelmente juntos, al doctor Marquevich (Alias Tito).
El conflicto mantiene, en el Portal, la intensa continuidad de una miniserie. Intitulada «Guerra de Convalecientes» (Se aguardan las propuestas de adaptación cinematográfica).
Muertos fundamentales
Declaré, tío Plinio querido, en el Juzgado Federal de San Isidro.
Delante del juez Bergessio, del circunspecto abogado de Clarín, y del joven abogado de las Abuelas.
Para hacerla corta, sólo sostuve que mi obligación, como periodista, consistía en estar al tanto de todo lo que se ventilaba en la causa.
Pero expliqué también, debidamente aleccionado, que no me constaba nada.
Me preguntaron -se lo cuento como infidencia- si conocía a Rogelio Frigerio.
Extrañamente también me preguntaron si lo conocía a Aldo Rico.
Desconocerlos era, tío Plinio querido, una impertinencia.
Curiosamente, no me preguntaron por determinado abogado. También muerto.
Es uno de los dos muertos fundamentales.
Los dos únicos muertos capacitados para contar la verdad del drama políticamente regulado.
Pero están muertos.
Utilidad de la escritura
En adelante, sigo las peripecias melodramáticas por los medios. Con detalles de «ADeeNes» selectivos, o expuestos ahora a la subasta del jubileo.
En ningún momento el tema me tentó, tio Plinio querido, profesionalmente. Y menos aún explotarlo, por la conocida situación de litigio que mantengo, desde hace 26 años, por una novela indigna, con los idiotas dirigenciales de Clarín.
Los que tienen el Kirchner que se merecen.
Sólo volvía, en el plano personal, la vigencia de la problemática, cuando debía salir del país.
Volvían, por la ley 25.871, a demorarme. Por la continuidad del «pedido de paradero».
Una vez que se emite, así sea irresponsablemente, se trata de un disparate burocrático que nadie lo puede detener.
Las protestas literarias -dicen- son vanas.
Los funcionarios de Migraciones ya me notificaron hasta el hartazgo. Pero ni el ocupadísimo doctor Bergessio, ni ninguno de sus colaboradores, aún se dispone a cancelar la orden de paradero.
Del juzgado culpan a Migraciones. De Migraciones, al Juzgado.
Escribo la carta, tío Plinio querido, desde la perplejidad del exterior. Desde París.
Regreso la semana próxima. Otra vez, después de un vuelo de doce horas, podré ser demorado. ¿Otras dos horas?
Apartado, a la vista de los ocurrentes argentinos que suelen reconocerme. Como aquel pasajero inspirado que, cuando el guardia amable me llevaba hacia una oficina, me gritó:
«Decile que vos robaste nada más que flores».
El lunes, a más tardar, el doctor Bergessio, si es gauchito, tiene que darme ya por notificado. Como ubicado. Debo felicitarlo. Con lo difícil que es localizarme.
Dígale a tía Edelma, y a La Otilia, que les llevo una medalla de la rue du Bac. Van a entender.
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