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Jardán

El Aparecido, en Pinamar.

Jorge Asis - 15 de enero 2008

Artículos Nacionales

Jardánpor Jorge Asís
especial para JorgeAsisDigital

La historia de la aparición de Ricardo Jardán me la contó, en mi departamento de Recoleta, la señora Amanda de Ormeño (Confieso que modifiqué, levemente, los dos nombres).

«Absoluta reserva», me pidió Amanda. Caballero clásico, garanticé la discreción.
Pero si Amanda me contactó fue sólo para contar la historia. Simultáneamente para suplicar que El Narrador nunca escribiera la historia que contaba.

No entendí, entonces, para qué decidía Amanda contar la historia de Jardán. Justamente a un contador de historias. Como el Narrador. Si se trata de una historia que no debo escribir.

Cuenta Amanda que Jardán, desde la «4 por 4», le pidió, con el gesto emblemático, la complicidad del silencio. Para que nunca contara que lo había visto a Jardán, en la playa.
Que era, precisamente, lo que Amanda venía a contar.
Que Jardán vivía. Que el suicidio fue la teatralización de una mentira.
Pero Amanda decidía quitarse la historia de encima. Al contar lo que ella no debía, carezco de motivos para dejar de contar la historia.

Llega entonces el turno del Narrador. Para desprenderme de la historia que Amanda me entrega. Mientras me pide, inexplicablemente, que nunca la difunda.
Después de todo, los tres somos prisioneros de la misma historia.
Jardán, el protagonista oficialmente muerto. Amanda, quien lo descubre vivo. Y el Narrador, que cree que no traiciona. Al instalar la historia, responsablemente, adonde se debe. A disposición del lector, el unánime destinatario.

J.A.
Enero de 2008

I

Amanda de Ormeño fue quien reconoció a Jardán. Se topó con aquel rostro inconfundible, inútilmente modificado, con el pelo artificialmente negro. En la playa de Pinamar. En las proximidades del CR. El balneario vacío ofrecía la imagen clausurada del invierno.
No le prometió ninguna discreción. Pero Amanda sabía que a Jardán no debía defraudarlo. Como los mayoritarios adictos a la desconfianza, Amanda nunca había creído la versión oficial del suicidio de Jardán. El patetismo dramático del tiro de escopeta. Justo Jardán, oculto de la autoridad. La autoridad que solía responderle, hasta la dependencia. Pero que ya no controlaba.
Estaba escondido, Jardán, en un campo tristemente desarticulado. Distaba de encontrarse a la altura del final que su trayectoria merecía.

Amanda no puede hablar de la aparición. Con el índice expresivamente vertical sobre su boca, Jardán se lo pidió.
Tampoco Amanda puede hablarlo, siquiera, con Walter Ormeño. El marido, que también lo reconoció a Jardán. Aunque finja el descreimiento que lo ampara.
Ocurre que Walter también está asustado. Y le prohibió, a Amanda, referirse a la aparición. Como si se hubiera puesto de acuerdo con Jardán. O como si, a la distancia, le obedeciera.
Por acumulación de temores, Walter prefiere devaluar la lucidez de Amanda. Para tratarla, en definitiva, de fabuladora. Con visiones alucinadas por el estilo. Como la de afirmar que lo había visto a Jardán, en la playa. Ocho años después de aquella dramatización institucional del suicidio.

Viven, los Ormeño, en Belgrano. En las cercanías del Hospital Militar, es la referencia.
Con dignidad, Amanda acaba de llegar a los sesenta. Como se decía antes, es un ama de casa. Bien aspectada, regularmente informada. Con el agravante de pasar algunas horas diarias frente al televisor.
Demasiado comunicativa. Alta, aún estilizada. Dotada para la simpatía natural. Con un permanente déficit afectivo en materia de interlocución.
Téngase en cuenta que Amanda es del tipo de mujer que suelen hablar del estado del tiempo con los encargados de los edificios. Que besan a los niños de otros. Y que saludan, aún, al vecindario.

Walter, en cambio, es un comerciante taciturno. Ramo textil. Algo apocado, gravemente tímido, pero cordial.
Ambos conjugan. Con serena inteligencia se soportan. Hasta puede asegurarse que los Ormeño, a esta altura del matrimonio, si apasionadamente no se quieren, se estiman. Y de memoria se entienden.
Cuando están acompañados, en las contadas reuniones sociales, Walter suele cederle a Amanda, en general, la iniciativa.
Habla entonces ella. Pero quien manda es él.
Dos hijos casados, cuatro nietos que animan la existencia pasablemente calma. Sin mayores relevancias, con una armonía gris, paulatinamente agradable.
En Pinamar, los Ormeño mantienen la casa secundaria. Es blanca y suficiente, sin ostentaciones. Cerca del Golf, indolencia que no cultivan. La casa se encuentra anticipada por un jardín sin rigor, que circunda la generosidad de un pino.
Refugio ideal para el veraneo que es, en Pinamar, cada año, más breve.
Desde que los hijos prefieren Punta del Este, los Ormeño decidieron ofrecer la casa en enero. Para alquilarla, aunque fuera, inicialmente, un ultraje. La atiende la «Inmobiliaria de David», sobre la Bunge. Significa que mantener en condiciones, la casa de la playa, se convierte en un problema permanente. Y en una tentación saludablemente simultánea. Para las oxigenantes escapadas del invierno. Ideales para abandonar la geografía de edificios que circunda el Hospital Militar.
Cuando no se trata de los inconvenientes de la pintura, el pretexto lo brinda la instalación eléctrica. O la necesidad de prepararla, para una hipotética venta que nunca ocurre. Y que David, por ser amigo, desalienta.

II

Con Jardán se reitera el imaginario colectivo que condiciona la memoria de Graiver.
Dos titanes popularmente mitificados. Jardán y Graiver tienen la obligación de disfrutar, separadamente, condecorados por otros rostros, los placeres minuciosamente elaborados por la otredad. Vedados a los mortales ordinarios.
Ellos deben disfrutar de una fortuna colosalmente inagotable. Construida, en el caso de Graiver, merced a las finanzas, violentamente redentoras, de aquellos Montoneros. Los que, de algún modo, siempre vuelven. O construida, en caso de Jardán, merced a las ventajas de la impunidad. Deparadas por la violencia, inconmensurablemente torpe, del Estado. Vulnerabilidades que Jardán, con la celebrada astucia del fenicio, supo aprovechar. Reverencias, recogimiento y veneraciones.

En el invierno de Pinamar, dilatadamente denso, como en Madariaga, los pobladores necesitaban creer que Jardán vivía. Que alguna vez Jardán iba a volver. Por la revancha. En cualquier momento iba a sorprender la noticia efectista de su aparición.
Ocurría que Jardán mantenía infinidad de deudas para cobrarse. Los ingratos, los que le debían favores, se multiplicaban. Turritos por doquier. A los que Jardán, arbitrariamente, hizo ricos. Y en el tango estricto de su caída se corrieron. Imperdonablemente, lo negaron.

Por lo tanto, la escenografía armada, para clavar la muerte de Jardán, representaba el transitorio final del cuento más logrado. El epílogo inexorable de la confabulación meticulosamente planificada.
La muerte emergía, para Jardán, como un pretexto utilitario. Para legitimar la cobertura del cambio de identidad.
Menos podía aceptarse aquel agravio a la inteligencia más elemental. Que Jardán se hubiera suicidado. Con aquel horrible escopetazo de referencia. Cercado por las turbulencias escandalosas de la humillación. Mientras sobrevenían, en tropel, la caravana de los enemigos. Por el botín de sus empresas impecablemente gestionadas. Recluido en la vulgaridad de aquella casa de campo rústica. Situada en las afueras del pueblo que intenta, aún, llamarse Viale. En la prosperidad de Entre Ríos. Entre una indignidad que servía de marco para una muerte sin grandeza. Impropia de un triunfador.
Por magistrales que fueran las cirugías, algunas huellas, de ningún modo, podrían ser borradas. Jamás podría disiparse el rictus de su sonrisa cordial, prescindiblemente maligna. La perspicacia subyacente en su mirada. De paisano tierno, o de sigiloso taimado. Mirada que nunca podría disolver el peso de los orígenes.

David, el de la inmobiliaria de Bunge, decía, a propósito, que nada le gustaría más que Jardán – al que llamaba El Turco-, se le apareciera.
Para David, el Turco había muerto, tan sólo, para aquellos desagradecidos que habían decidido olvidarlo. Los que lo habían soltado antes, incluso, que el Turco se muriera.
O que el Turco astuto les hiciera creer, a la totalidad de los cretinos, que había muerto. Con la ficción del ensayado escopetazo en la boca. Para emular a Ernest Hemingway. Sin haberlo, siquiera, sabido.

Desde algún lugar inconcebible, Jardán debe preparar la venganza. Para los enemigos que lo pulverizaron. Algunos veranean, incluso, en Pinamar. Y para los amigos que oportunamente se enriquecieron, sólo por ser escogidos para brindarle servicios. Pero que no vacilaron en alejarse. Durante el esplendor explicable del escándalo. Cuando, por impotencia culposa, lo entregaban. Al matadero mediático. A la ceremonia del escarnio.
Coincidían, admirablemente, en Pinamar y Madariaga, que Jardán la había hecho bien. La teatralizada simulación de la muerte, había sido ejemplar.
El muerto real, el Muletto, era, como correspondía, asombrosamente parecido. Lo suficientemente como para que varios seres intachables, los que creyeron conocerlo, aseguraran, convencidos, que se trataba de Ricardo Jardán. De ningún Muletto.
Con aquel escopetazo, de reminiscencias hemingwaianas, en la boca, El Muletto se encontraba totalmente desfigurado. Con la exigencia de la precipitada sepultura. Ataúd cerrado. Con correctamente previsibles escenografías de llantos.

En sus monólogos de la inmobiliaria, David solía manejar información inquietante. Sugería que el Turco, en la lejanía de los orígenes, aguardaba el instante propicio del regreso. Desde los alrededores de cierto pueblo costero. En algún costado, inexplotadamente paradisíaco, de Siria. Equiparable, al menos, a Pinamar. Cerca de la fascinación de Lattaquie. Alternado con un villorrio donde, por contrato, lo protegían. En las vecindades de Tartuz.
Imposible, en efecto, para David, era imaginarlo, a Jardán, lejos del mar. Sin la recreación, en otras culturas, de las fantasías transformadoras que estimulaba, para las urgencias básicas de Pinamar. Con aquellas ideas que solía imponerle al vencido alcalde Altieri. Hoteles ampulosos. Decenas de Aracapaxis. Majestuosidades del gran puerto cercano, aguas profundas como las transformaciones. Una avenida Costanera asfaltada. Con un paseo rigurosamente custodiado, que nada tuviera que envidiarle, en materia de grandeza, al de Copacabana. Imaginaba, El Turco, contaba David, focos multicolores, Macetones con flores cada treinta metros, baldozones de color lila, pacífica alegría y atractiva seguridad.

III

Entonces Jardán reapareció un miércoles de junio.
Para vigorizarse, como antes, Jardán decidía caminar por la playa. Enfundado en una campera de cuero negra, una bufanda gris. La cara al viento. Cierta sensación de libertad, garantizada por los custodios que no hablaban español.
Las caminatas anónimas por la playa representaron, paradójicamente, para Jardán, el inicio de la declinación. Para ser exactos, la caída comenzó durante un verano, siempre en Pinamar. Del 95, a lo sumo del 96. Cuando le arrancaron la primer imagen. La fotografía letal. Mientras caminaba con su mujer histórica. Como si Jardán fuera lo que siempre había querido. Uno más, simplemente inadvertido entre la multitud. Pobre, Jardán se deslizaba en el equívoco de suponerse un turista normal. Que podía ufanarse, incluso, de la inútil libertad de los insignificantes.

Sin embargo una vecina, que mantenía una casita presentable, tuvo la misma idea. La trivial ocurrencia de caminar, aquel miércoles de junio, por la playa desierta. Sin custodios innecesarios. Sólo con su marido.
Jardán los conocía de vista a los Ormeño. De veranos anteriores.
El frío debía imponer su hegemónica presencia. Para desalentar, al menos, a los caminantes. Si no fuera por el viento, podía decirse que la mañana era bella. De irreprochable transparencia.

A la altura del desarticulado balneario CR, fue que Amanda Ormeño lo vio. Lo cruzó de frente. Jardán caminaba en sentido contrario, en dirección a La Frontera. Se quedó petrificada.
Jardán venía acompañado. En el medio. Entre dos personas robustas y morenas, que le hablaban en una lengua indescifrable.
No podía asegurar que fueran amigos. Ni que fueran, tampoco, del lugar. El aspecto denunciaba la condición de forasteros. Para Amanda, los acompañantes eran guardaespaldas.

– Jardán -dijo Amanda, perpleja, en un susurro perceptible. Pero ya no podía continuar con la caminata.
Walter mantuvo la mirada perdida en el horizonte. Como si estuviera distraído. Prefería desconocer la significación de aquella presencia.
Para Amanda, su esposo también lo había reconocido a Jardán.
Pero Walter nunca quiere, Asís, razonablemente, meterse en problemas. Les rehuye.
Walter decidió, después, creer que no le constaba que el caminante de la playa fuera Jardán. Como la conocía de memoria, fue que le prohibió a Amanda, en adelante, hablar del tema. Es decir, de contar que creyó ver, en la playa, arrebatado entre el frío y el viento, a Jardán.
Se lo dijo Walter, con la firmeza de una orden. Mientras concluían, en la casa, el almuerzo rápido. Porque no tenía la menor intención de atender las fantasías de su esposa.
Prefería encarar la relajada aventura de la siesta.

Más tarde, mientras Walter dormía, para distraerse, Amanda lavó hasta los platos y cubiertos que no fueron utilizados desde el último verano. Repasó, infinitamente, la mesada.
Se sentó después, Asís, a leer. Para colmo, la revista «Noticias». Frente al ventanal, desde donde podía advertir los movimientos de la calle de arena.
De pronto, Amanda percibió que se acercaba uno de esos vehículos utilitarios. De los que suelen andar entre los médanos. Los llamados «4 por 4». Era negro, de cristales opacados.
Se inquietó aún más porque el vehículo se detuvo. Justamente, en la puerta de su casa. Amanda contempló que se bajaba, Asís, con lentitud, una ventanilla, la trasera. Y Jardán, indudablemente, la miraba. Con la intensidad que le producía el incierto terror. Sin embargo aparecía, ahora, aquel rictus que pasaba por sonrisa. Un mero estiramiento de labios. Pero como si le reclamara, a la buena vecina, algo semejante a la piedad. O sólo le demandaba un poco de comprensión. Mientras le hacía el expresivo gesto del silencio. Con la imagen popularizada en los hospitales. El dedo índice, vertical sobre la boca, y un leve soplido. Intrascendente y tácito. De inmediato, volvió a levantarse el cristal opaco de la ventanilla. Y la «4 por 4» se puso en marcha.

Agitada, Amanda amagó con despertar a su marido, para decírselo. Pero decidió, convenientemente, no decirle más nada. Temía que, por fantasiosa, la internaran. Decidió convivir, en adelante, con el secreto. Aunque mantuviera, íntimamente, el raciocinio bajo sospecha. El silencio, aparte, se imponía. Se lo había pedido un vecino. Afectuoso y temible, Ricardo Jardán. En una tarde fría de miércoles, del más desolado junio.

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