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Milagro de Ceferino

Acercamiento entre la Iglesia y los Kirchner.

Serenella Cottani - 8 de noviembre 2007

Artículos Nacionales

Milagro de CeferinoCHIMPAY, RIO NEGRO (de nuestra corresponsal itinerante en la Patagonia, Serenella Cotanni).- La palabra Chimpay es araucana. Significa curva, o vuelta. Porque el poblado se encuentra más allá de una gran curva del Río Negro. Margen izquierda.
Tres mil habitantes. El intendente es radical. Es un Funes, como aquel personaje de Humberto Costantini. La provincia de Río Negro es tradicionalmente radical. Hoy gobernada por Saiz. Radical Kash.
En este costado del mundo, en agosto de 1886, nació el indiecito, Ceferino Namuncurá. El «lirio de pureza de las pampas patagónicas». Protagonista exclusivo del mito culturalmente popular.
A San Ceferino habrá que tomarlo, en materia de milagros, invariablemente, en serio. El indiecito consiguió la merecida beatificación. Y que los Kirchner registraran, en el quinto año de hegemonía, el primer acercamiento, auspicioso y gravitante, con la Iglesia.

En el Parque Ceferino de Chimpay, durante el fin de semana, estará el Cardenal Tarcicio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano.
Trátase del reverendísimo amigo del señor Noseda, el empresario que supera, en esferas de influencia eclesiástica, al legendario señor Caselli, alias Cacho.
Entonces don Tarcicio Bertone desembarca, en la Argentina desangelada. En altísima representación del Papa Ratzinger. Oficialmente, Benedicto XVI.

Sobredosis

Sobredosis de milagros del santito.
Se esgrime, en la intendencia de Chimpay, la confirmada presencia de la señora Cristina. Lo cual, nos asegura el admirable recogimiento del senador Pichetto.
Sin embargo, como máxima representación institucional del desangelamiento del Estado, el domingo estará, en vivo, en Chimpay, otra eminencia. Bastante menos reverendísima, la eminencia, que don Tarcicio Bertone.
Trátase del vicepresidente Daniel Scioli. El pre-gobernador de Buenos Aires. Titular de la ascendente Línea Aire y Sol. Conductor del peronismo motonáutico. Sostén intelectual del gobierno, a través de la ideología atlética del vitalismo.
Al contrario del desangelado Kirchner, el pío Scioli suele jactarse de mantener excelentes relaciones con los jerarcas del catolicismo.
Al respecto, nadie puede desdeñar el destacado rol que Scioli supo cumplir con la complejidad del purpurado. Sin ir más lejos, en su inveterada condición de fotógrafo vocacional. Durante las sobrecogedoras exequias del Papa anterior, Juan Pablo II. Cuando Scioli, turísticamente sobrecogido, apuntó hacia la cureña, con su cámara celular de penúltima generación.
Funerales, a propósito, a los que Kirchner, imbuido de limitado anticlericalismo, prefirió no asistir. Aunque supo generar, sin proponérselo, una memorable reflexión de otra excelencia. Es atribuida al discípulo menos aventajado del eminente Cacho Caselli. Trátase de Custer, actual embajador ante el Vaticano.
«Es más conveniente que Kirchner venga para saludar al Papa que viene. No al Papa que se va».
Espesa sabiduría de siglos. El Papa partía en la cureña. Imposibilitado de registrar, materialmente, las presencias de los mandatarios.

Roca y Borocotó

El «lirio de las pampas patagónicas», Ceferino Namuncurá, era hijo del cacique Manuel Namuncurá.
Un araucano bravío, eventualmente taimado. Frontalmente secuestrador.
Había tomado, como cautiva, a una chilenita pastoril. La adolescente Rosario Burgos. Sin sofisticados recursos seductores, Manuel la convirtió a Rosario en la señora madre de Ceferino.
Manuel Namuncurá, en su periplo de cacique, fue, probablemente, un degollador elemental. Hasta que fuera sometido por aquel decimonónico Frente de la Victoria, igualmente imbatible. Lo comandaba, en el desierto, el general Roca. Con sublimes objetivos fundacionales.
Siete años antes que naciera el «lirio de las pampas», Manuel Namuncurá, el sensible cacique de las violaciones apasionadas, debió rendirse. En 1879, ante el teniente coronel Olascoaga. (ver Manuel Gálvez, «El santito de la toldería», 1947).
Entonces Namuncurá tuvo que ceder sus tierras al roquismo fundacional del Frente de la Victoria. Y acaso para ser exhibido, fue llevado hacia Buenos Aires.
El cacique derrotado, entre las crispaciones de su biografía, se las ingenió para elevarse. Proponerse como principal antecedente del señor Borocotó. El diputado, injustamente denostado por sus contemporáneos.
Porque, al rendirse al Frente del general Roca, el cacique Namuncurá, cual si fuera un visionario Radical Kash, se reacondicionó como coronel del ejército argentino.
Una rigurosa biógrafa chilena, Celia Langdeau Cussen, con menos idealismo que el aportado por Manuel Gálvez, cuenta que Roca, para halagarlo, lo llamó «Tigre» a Namuncurá. Y que el cacique respondió: «Yo Tigre, pero vos, León» (ver «El alma del indio», de Celia Langdeau Cussen, en El Mercurio, disponible en el mar de internet).

«Ardores de apostolado»

Hijo de Tigre, en versión Roca. Hijo de indio tránsfuga y raptador. Y de una cautiva que careció de posibilidades para ser dulce y piadosa.
Con la portación de semejante genealogía, Ceferino logró entregarse a la gestación personal de la epopeya.
Desde «la árida Patagonia», aquel «lirio de pureza, Ceferino Namuncurá», el mismo de la estampita, supo abnegarse, en principio, por abandonar, inmediatamente, la Patagonia árida. Donde, según la oración, se le encendieron, los «ardores de santidad y apostolado».
Por lo tanto, Ceferino fue enviado, por el coronel Namuncurá, hacia Buenos Aires. Con el contundente pretexto de estudiar. De volverse «útil para su gente».
Desde el colegio de los salesianos, situado en la actual calle Quintino Bocayuba, Ceferino saltó hacia Roma. En «El santito de la toldería», Gálvez refiere que Ceferino anduvo también por Florencia y Turín. Que le obsequió, incluso, un quillango al Papa Pío IX. Sin embargo claudicó su corazón, encendido por la Eucaristía. En el invierno europeo de 1904. Aunque murió en la primavera. Tenía 18 años.

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PRIORIDADES SANTUARIAS

El culto a Ceferino se expandió, popularmente. Pero los inflamados dignatarios de la Iglesia argentina, según nuestras fuentes, jamás lo tomaron a Ceferino, en el fondo, en serio. Preferían invertir los énfasis superiores en otras santificaciones más prioritarias.
Algo similar ocurrió en Portugal, con aquellos tres pastorcitos de Fátima, que «vieron a la Virgen». Eran tomados, discretamente, por los obispos lusitanos, como respetables fabuladores.
Suele suceder, el fervor popular pudo más. Los seguidores, con la prepotencia de la fe, los hicieron directamente santos, bastante antes que fueran legitimados por la Iglesia. Cuando ya, ciudades enteras, prosperaban a partir de la atracción de las multitudinarias creencias.
Desde la previa de Chimpay, y a pesar de tanta información disponible, cuesta asumir la espesa inoportunidad del presente planteo interpretativo.
Cuando se dejaban arrastrar por las inconveniencias de la franqueza, nuestros curas solían acotar los atributos místicos de Ceferino. Al extremo de compararlos con los méritos, misteriosamente demostrables, de la Difunta Correa. O con las virtudes milagreras del más candorosamente primario Gauchito Gil. O con la vigorosa imantación que genera la memoria de la cantante Gilda.

Los dilatados trámites, para santificar al indiecito, se remontan hacia 1945. La beatificación se logra 62 años después. El milagro definitorio alude a cierta curación de cáncer.
Aunque basta, para santificarlo, acaso, al epopéyico indiecito, con el milagro de lograr un principio de acercamiento. Entre la Iglesia y el gobierno que supo acorralarla. Al identificar, por ejemplo, a la institución bimilenaria, con los desbordes inhumanitarios del cura Von Wernich. Al maltratarla, con una crueldad superadora del sacrilegio, con los rencorosos desaires hacia Monseñor Baseotto. Al atacar, en definitiva, al cardenal Bergoglio. Descenderlo, mediáticamente, hasta la condición de enemigo. Como si Bergoglio fuera, para el Frente de la Victoria de Kirchner, el temible jefe de la banda opositora. El cuadro máximo de Guardia de Hierro.

Serenella Cotanni
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