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Crimen imperfecto

A Luis Emilio Mitre lo habrían matado por encargo. Dos asesinos que no pudieron presentar el crimen con la escenografía altiva de un suicidio.

Jorge Asis - 22 de enero 2006

Miniseries

Crimen imperfecto

El suicidio, en general, suele resultar socialmente más aceptable que la homosexualidad.
Disponer entonces, en el estricto claustro de la familia, de algún suicida, puede ser dramáticamente honorable.
Meros arrebatos de digna grandeza, entre el esplendor trágico de la decadencia.La persistencia de un homosexual culposamente asumido, en cambio, en determinadas familias de marca, puede convertirse en una equívoca deshonra. Una mancha indeleble en la caparazón de la hipocresía.

Alarma, sin embargo, que el otrora bullicioso gremialismo homosexual se anexe, también, a la aventura extrañamente asimilable del silencio.

Crimen imperfecto

Según nuestras fuentes, es atinadamente probable que se asista, en el caso Mitre, a un tenebroso crimen por encargo.
De resultar cierta la tesis, podremos concientemente situarnos en el preludio de un indeseable escándalo superior.
No hay que descartar tampoco que probablemente el escándalo sea el objetivo de quienes podrían situarse detrás del tráfico de semejante interpretación.
Trátase, según la teoría que sigilosamente se impone, de un crimen que tenía la obligación de ser perfecto.

La perfección consistía en ataviar profesionalmente al crimen.
Adobarlo, con el minucioso cuidado del detalle que fascinaba a Thomas Da Quincey.
Como si la muerte fuera, en el fondo, como instigaba aquel trascendente talento inglés, un elaborado hecho estético. Digno, por ejemplo, del texto memorablemente canónico:
«Del asesinato como una de las bellas artes».
Sin embargo el horror, en el crimen de Mitre, supera largamente la dispendiosa proyección de la literatura.
Aquí la estética es abyecta, sanguinaria. Consistía en dibujar el crimen. A los efectos de presentarlo con el altivo ceremonial del suicidio.
Del suicidio que no fue. Porque Luis Emilio Mitre decidía aferrarse, como fuera, a la idea activa de la resistencia. Concretamente, a la vida.

Los Asesinos

Como en aquel cuento de Ernest Hemingway, los asesinos fueron dos.
Conocían rigurosamente los rituales íntimos de la víctima.
Sin embargo, los asesinos subestimaron la caudalosamente desesperada intención de vivir del personaje. Al que debían, supuestamente por encargo, matar.
Habrá que revisar, entonces, aquellos posibles datos indicadores de la admirable resistencia, desplegada a pesar de la aparente fragilidad física de Luis Emilio Mitre.
De manera que el suicidio, para feroz desasosiego del refinamiento británico de Da Quincey, debió convertirse, según la especie, en un cinematográfico asesinato encomendado.
De malhechores marginales. Pequeños truhanes alquilados. Duros matones predispuestos, que conocían la vulnerabilidad principal del asesinado.
Y que fueron indirectamente contratados, según cuentan, por siniestros mandantes transitoriamente misteriosos.

Delivery

Pero no ocurrió, de ningún modo, violentamente lo acordado.
Los asesinos no pudieron cumplir con los detalles dirigidos de la escenografía.
Debieron escenificar la magnitud glacial del suicidio, aunque tuvieron que matarlo, al fin y al cabo, de manera brutal.

Sin embargo, en esta versión, tampoco cumplieron quienes habrían encargado aquel delivery del espanto.
Puede explicarse entonces que los dos criminales se sientan traicionados. Amenazados justamente de muerte, y todo por haber matado.
Incluso, puede explicarse también que estén proclives, los asesinos, a los riesgos anónimos de la clandestina locuacidad electrónica.

Construcción del relato

«Los que matamos a Luis Mitre fuimos dos. Por supuesto que no lo hicimos por placer».
«Además es, por lo menos, muy raro pensar que pudimos haberlo matado por doce medallitas de cobre».
Se refieren, por supuesto, los asesinos, a las fantasías. Las condecoraciones heredadas del padre de la víctima.
«Si teníamos la posibilidad de hacer un desfalco con las dos cajas de seguridad que se hallaban en el departamento».

Prosiguen:
«No es casualidad que eligiéramos, para matarlo, la noche del viernes. Es el día en que solo se encuentra un simple auxiliar de seguridad. Y no matarlo cualquier otro día, donde la guardia es mas profesional, y de mayor control sobre el edificio».
«¿Por qué será que el auxiliar de esa noche no informó a la policía que, a las 20.15 de aquel viernes, fueron dos los que entraron, y dos los que salieron a las 0.25, con las llaves en la mano».
«Porque así, con las llaves en la mano, se garantizaba nuestra salida del edificio».
«El auxiliar debía estar en la calle para liberar la puerta».
El vecino
Para más datos precisos sobre este tema, que dista de ser de estricto conocimiento policial, según nuestras fuentes, el plan casi se suspende.
Porque, justo cuando los malhechores se disponían a subir para matarlo, ingresó al ascensor, para acompañar inocentemente a los asesinos, el propietario del piso….
Por el momento, ni el número de piso, ni la letra del departamento, se va a explicitar.
Incluso, aquel copropietario hasta habría hablado, sin saberlo, con los asesinos.
Cuando retorne de las vacaciones, el vecino tendrá que activar los rieles de su memoria.
Según la vertiente, a los asesinos se les pagó tan solo la mitad de lo acordado.
Por lo tanto, andan con el explicable miedo de «aparecer en una zanja, muertos».
O enterrados, como indican, a diez metros de profundidad, a los efectos de quedar eternamente impunes los contratantes. Los poderosos que habrían encargado la ceremonia más fatal.

El miedo se fundamenta en que el crimen no salió, al fin y al cabo, como lo encargaron.
Sorprendió puntualmente, a los asesinos, la extraña fuerza que de repente sacó, vaya a saberse de donde, Luis Emilio Mitre.
Por lo tanto, los asesinos debieron golpearlo fuertemente. Al costado del cuello.
Por las marcas que dejaban los golpes no programados, aquel cuento honroso del suicidio ya no podía tener lugar.

Para concluir la amenidad infamante de esta crónica personalmente indeseable, caben, apenas, algunas preguntas, relativamente inofensivas. Por ejemplo:

¿Hubo, esa noche del viernes 30, una especie de mínima zona liberada? Por lo menos entre el ascensor y la calle.
¿Entraron dos individuos, a las 20.15, para salir a las doce y media de la noche con las llaves de la puerta de entrada en la mano?
Y el enigmático auxiliar de seguridad que los habría visto entrar y salir, ¿acaso ya se encuentra afuera del país?
¿Formaba parte de la operación criminal aquel taxista que esperaba a los asesinos enfrente, en Posadas al 1400?
Ciertos detalles, que previsiblemente aún no habrían trascendido, sólo serían conocidos, acaso, por el más alto nivel de quienes siguen, con efectivo desconcierto, las condicionadas investigaciones.

Mitre quería vivir

Para que se tenga una idea del regocijante desparpajo de la víctima, y del inveterado sentido del humor que lo caracterizaba, Luis Emilio Mitre mantenía, por ejemplo, su árbol genealógico, colgado en el baño que solían utilizar sus visitantes.
Aquel cuadro, de por sí trasgresor, fue sumergido, cuentan los asesinos, en el inodoro.
Además, la cédula de Mitre habría sido arrojada al piso.
¿Podrán corroborar los investigadores estos datos?

La computadora, para colmo, permaneció encendida. ¿Es verdad?
Dejaron, los marcos rotos del cuadro, en la sala de video.

Para mayores precisiones, el cuerpo del desdichado Mitre se encontraba boca arriba. En la  habitación de servicio.
Conste que no había ninguna bolsa de residuos en su cabeza.
Por lo tanto, el cuento del submarino seco habrá sido una posterior construcción ornamental. Testimonio emblemático del fracaso de la escenografía.

Por otra parte, en esta versión de la historia, la totalidad de los elementos, utilizados por los asesinos, fueron sacados, por ellos mismos, del edificio.
En realidad, lo que tapaba los despojos del cuerpo de Mitre no era, de ningún modo, una humillante bolsa de plástico.
Era una sabana, con estampados en color azul. ¿Podrán verificar lo de la sábana nuestros Pepe Carvalho?
Una sábana que justamente los asesinos encontraron, según nuestras vertientes, en el tendedor del lavadero. Junto con un par de medias azules de hilo.
Finalmente dejaron, el cuerpo estragado de Mitre, en aquel cuarto, con la puerta cerrada. Y con la luz encendida.
Sin protección ni cobertura mínima, sin los prometidos pasaportes falsos para salir del país, precipitadamente en la madrugada del sábado, los ejecutores del crimen imperfecto deambularían, asustados y sueltos, presuntamente aún por Buenos Aires.
Saben que sus vidas valen infinitamente menos que la del resistente infortunado que nunca se entregó.
Un extraño Luis Emilio Mitre. Un irreverente fascinado, a pesar de todo, por la fantasía indeclinable de vivir. Aunque sea eternamente en la barra del Posadas, el bar social de Jesús.
Con la mirada en el elemental vacío de una copa de champagne.

Epílogo con aclaraciones

El material, la base informativa de esta crónica, se pone a disposición de los investigadores.
Resulta anacrónicamente debatible si el material debió entregarse antes de publicarla.
Uno, lo que intenta ejercitar, es prioritariamente el periodismo. Sin aspirar a los excesos del detectivismo de Philip Marlowe, ni a la jactancia de impartir justicia desde el ámbito acotado de una crónica
Sólo por una cuestión de códigos, por una tendencia prudente al buen gusto, el Suscripto concede en abstenerse de reproducir escabrosidades. Ciertas sindicaciones, absolutamente lesivas para la sensibilidad de los tormentosos prestigios familiares.

Una penúltima advertencia. Ahora destinada, sobre todo, a la proyección de ciertos paquetes pedantes. Aristócratas  vocacionales. De modos caricaturales. Dadores voluntarios de solidaridad acomodaticia.
Seres que se suponen insólitamente merecedores de la fosforescencia de cierto resentimiento social.
Se les advierte por ejemplo que, la apuesta incisiva por el predominio del silencio, deriva en una inconcebible falta de respeto por el muerto.
Se les advierte que pueden encontrarse especulativamente por debajo de las dimensiones morales del asesinado.
Y convertirse, en definitiva, por la reticencia en aclararlo, en cómplices involuntarios del eventual crimen imperfecto que no debiera, como ningún crimen, permanecer impune.

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