Lección del dedito
Con respecto a África, en la Argentina persiste el culto celebratorio de la ignorancia.
Artículos Internacionales
MALABO, GUINEA ECUATORIAL (de nuestro enviado especial, Osiris Alonso D’Amomio).-
Lo que más fastidió, aquí, en Malabo, la antigua Santa Isabel (por la reina británica), fue la fotografía incriminatoria del dedito. Donde pudo distinguirse la infundamentada soberbia de la presidente argentina, señora Cristina. Concentrada en la advertencia del maltrato, maternalmente innecesario, hacia Teodoro Obiang, el peso pesado de esta región.
Obiang supo derrocar, en 1979, a uno de los regímenes más despóticos del África. Aunque Macías fuera, aparte de criminal, su tío. Pero no hay que impresionarse por parámetros sensiblemente occidentales.Cuesta entonces admitir, en la apaciblemente ordenada Malabo, que la mandataria, con el desafiante dedito, aleccionara en público a Obiang.
Justamente al que mantiene, según la revista Forbes, una gravitante capacidad de ahorro recaudatorio. Superior, incluso, a la del marido de la dueña del dedito.
Juntó Obiang, en 29 años de transformaciones, 600 millones de dólares. 300 millones menos, apenas, que Fidel Castro, siempre según el operativo de inteligencia de Forbes.
Sin embargo, si se mantiene la prepotencia enfática del petróleo, Obiang, gracias a los 9 millones de barriles mensuales, seguramente lo va a alcanzar a Castro. Y hasta a pasarlo. Pero de ningún modo podrá atreverse a igualar la fortuna del sultán de Brunei. Ni al jeque que preside el dorado de Dubai.
Para los negros mayoritariamente oficialistas de la etnia Fang, la lección del dedito fue una humillación. Ampliamente distribuida por Albistur, una suerte que en Malabo no exista prensa escrita. Lo peor fue la explotación que hizo, del episodio, el autodenominado gobierno de Guinea Ecuatorial en el exilio. Un engendro presidido por Severo Moto, que evoca al gabinete en las sombras que intentó Menem, aunque desde la calle Matheu.
Moto es un subversivo que reside en España. En Malabo no se lo puede mencionar.
Celebración de la ignorancia
Acaba de llegar el Presidente Obiang, desde La Habana. Donde, por tercera vez, como declaró, «se sintió como en su casa».
A Obiang le fue tan bien en Cuba como en Brasil. En realidad, el único trago espesamente amargo del periplo, debió beberlo en la aislada Argentina.
País al que accedió a visitar por especial pedido del amigo Chávez, que trafica la misma mercadería.
Al fin y al cabo, Obiang había sido convocado a la Argentina para vender petróleo. Pero la presidente prefirió darle, en cambio, la lección del dedito.
«Lo que irrita, de la diplomacia argentina, es el culto celebratorio a la ignorancia», nos confirma el amigo Ovono. Este enviado lo conoció a Ovono en París.
La reflexión transcurre en un sillón del lobby del Hotel «Bahía Malabo».
85 euros la noche. O 130 dólares. Conste en actas, como aconseja Rocamora. Para justificar los viáticos que tendrá que amortizar el director del Portal.
La ignorancia, al menos, es refinada. Versatilidad para el desconocimiento que no atañe exclusivamente a Guinea Ecuatorial.
Porque Argentina se permite el lujo de ningunear a un país castigado con un 80 por ciento de católicos, y dolorosamente hispano parlante. Con una sociedad dominante que le fascinaría, en cambio, ser francesa. Y por lo tanto se contempla, con cierta envidia, hacia los francófonos Camerún y Gabón.
Ocurre que desde España también le ofrecen, a Guinea Ecuatorial, lecciones semejantes. Sin deditos.
La ignorancia, en la Argentina, se extiende hacia el África, en general. Con la cancillería devastada por la insignificancia intelectual. Paralizada por conflictos vecinales. Con la política exterior municipalizada. Una diplomacia que se destaca, ante la perplejidad del mundo, por la venalidad administrativa, en materia de franquicias automotrices. O por la llamativa venta de visas en las provincias más pobres de China.
De todos modos, desde la máxima investidura institucional de la Argentina, africanizada en el peor sentido, se exhibía la pedantería del dedito.
Afropesimismo
Del afroptimismo democrático de los noventa, se pasó al afropesimismo del siglo veintiuno.
Con tendenciosa ingenuidad, desde las agencias multilaterales, se promovía, para el África, el recetario pluralista. La consecuencia es la amargura del fracaso.
El fracaso vuelve a contemplar, con respecto al África, aún en voz baja, la vigencia de las tesis lombrosianas, relativas a la inferioridad racial.
«En Argentina -continúa el amigo Ovono- tienen que decidir si quieren tener relaciones con el África, o no».
Conste que no existen, en general, diseños institucionales africanos que respondan a la idea políticamente correcta. La que el gobierno argentino supone, hacia fuera, tener.
Sin embargo, lo más cercano a la ilusión kirchnerista puede encontrarse en ciertas «democraturas». En Malawi, acaso en Botswana o Ghana. Con repúblicas siempre impregnadas de un fuerte contenido autoritario.
La autoridad siempre debe ser temible, a los efectos de atenuar la tentación cultural del abandono. Y la sistemática anarquía, preludio de la desaparición del concepto del Estado. Como puede verse, sin ir más lejos, en las causas perdidas de Liberia, Somalía, Sierra Leona. O en el desgarro miserable del Sudán.
La devoción a la democracia, con el combo enaltecedor del respeto a los derechos humanos, derivó, en los procesos transformadores del África, en una cuestión de marketing internacional.
«Un esfuerzo para poner el vino viejo en las vasijas nuevas».
La moda del pluralismo democrático en el África suele responder a las presiones externas. De los magnánimos desarrollados que supieron esquilmar, oportunamente, al continente que, en simultáneo, vaciaron. Menos tiene que ver, la reivindicación del pluralismo, con las necesidades culturales del conflicto interno. Duele confirmarlo en Malabo, pero las elecciones sirven, en el sumidero del África negra, para legitimar las contiendas civiles previamente decididas. A través del imprescindible esquema autoritario.
En estas tierras calcinadas por el patético horror del desconocimiento, no es Obiang, por sanguinario, la excepción. Infortunadamente es la regla.
De manera que debiera prepararse el dedito nacional para advertirle a Kerekou, en Benin. A Chiluba, en Zimbawe, o Arap Moi en la devastada Kenia.
Si hasta la poderosa Nigeria debió soportar, hasta hace poco, la dictadura de Sabi Abacha, aquel que no vaciló en degollar a cierto poeta respetable de Occidente.
Por lo tanto la democracia formal sirve, por estos costados elegantemente ignorados del universo, para legitimar los despotismos. Para agruparse alrededor de una etnia triunfal, y difícilmente a partir de una idea de la tolerancia. Pero sirve oralmente, ante todo, para continuar con la inalterable recepción de ayuda. De los fondos disponibles del cooperativismo, imperdonablemente desviados. Para algarabía de próximas publicaciones de Forbes.
Osiris Alonso D’Amomio
para JorgeAsisDigital
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