El poeta de los inventos
Homenaje a Elvio Romero, a cinco años de su muerte.
El Asís cultural
escribe Jorge Asís
especial para revista Proa,
y JorgeAsísDigital.Com
Escribir sobre Elvio Romero es también una manera lícitamente indirecta de escribir sobre mí. Reaparece Elvio con frecuencia, y sólo puedo evocarlo con infinita alegría. La admiración hacia la obra de su vida sigue inalterablemente vigente.
Es el amigo que supo proporcionarme la literatura. La misteriosa artesanía de las palabras. Me había fascinado con el manejo del lenguaje de «Muerte de Perurimá», el cuentero que se muere enredado en su lengua cuentera. Por su parte, Elvio se había divertido mucho con el tratamiento erótico del primer capítulo de «Don Abdel Zalim», mi novela iniciática. En aquel primer lustro de los ilusorios setenta, cuando nos sorprendimos con la casualidad de ser vecinos. En el barrio del Once.
Solía visitarlo en el rectángulo extraño de la calle Hipólito Yrigoyen y Urquiza, situado a cien metros de mi departamento. Donde Federico Tater, el inclaudicable militante paraguayo, solía recomponer enchufes, las estufas y los calefones. Ellos tomaban mate en abundancia, mientras también se discutían interpretaciones del marxismo. El Combatiente, Avanzada Socialista o Nuestra Palabra.
Me cuesta concebir, y menos aún olvidar, que Federico Tater haya sido asesinado. Que sea otro desaparecido.
Entre Tater y Elvio supieron ilustrarme acerca de los padecimientos del exilio paraguayo. Con la multiplicidad de abnegaciones ejemplares, pero también con mezquindades y bajezas. A propósito del exilio de Elvio, por la resistencia al dilatado régimen de Stroessner, suelo recomendar siempre la lectura de «Aeropuerto». Es el conmovedor poema donde Elvio evoca la hora que pasó, por casualidad, en el aeropuerto de Asunción. En escala obligada, por el desperfecto del avión. Bastaba con atravesar la puerta. Todo podía recomenzar.
Ser es escribir y leer
Tres aspectos presentables consolidaron la amistad indestructible con Elvio. Se prolonga más allá del detalle administrativo de la muerte.
Primero, el lenguaje. La literatura, siempre omnipresente. Hasta en la conversación más elemental.
Ser equivale -aún- a escribir. A leer.
Sin espacio para el romanticismo, unificaba, en segundo lugar, la problemática permanente de la izquierda. Con las dificultades de ubicación de los partidos comunistas. Con la adscripción -«sin ningún tipo de desviaciones»- a la «gloriosa» Unión Soviética. Confirmo que, gracias a Elvio, conocí mejor la URSS. Evoco también una noche del invierno de Moscú, con el amigo Pavel, en su automóvil, mientras nevaba. Pavel me llevaba de regreso a mi hotel, el Ukranie. El tema excluyente era Elvio. La poesía, pero, sobre todo, su estado general.
Tiene que ver con el tercer aspecto que nos unificaba. El estrictamente fundamental. La pasión por la subsistencia. Los obstáculos para superarla y vivir sin holgura, pero con dignidad. Ingreso en la temática de «los inventos», como los llamaba, donde residía también la cotidiana creatividad. Debo entonces confirmar, sin la menor culpa, que con Elvio tramitamos fervorosamente la concreción de los negocios salvadores. La mayor parte de «los inventos» salían, por supuesto, mal. O fallaban, por muy poco. Pero alguna vez nos repartimos un dinero interesante. La manera expresivamente cautivante de entender el capitalismo.
El viejo fuego
Aprendí mucho, infinitamente, con Elvio. Con la magia para hilvanar las palabras. Y con los «inventos», aunque fracasaran, como los de Zorba el griego. Relatar minuciosidades es una falta de recato. Como rebelar conversaciones confidenciales. O aclarar los determinados códigos de complicidad que nos tentaban a la risa en los momentos menos convenientes.
Me atrevo, en cambio, a evocar las comidas en mi histórico departamento de Irigoyen. Sobre todo con los otros dos poetas sustanciales. Héctor Borda Leaño, el boliviano que encendía multitudes de esclarecidos, y de quien no supe más nada. Lo perdí a Bordita en Malmoe, Suecia. Y sobre todo el popular Alfredo Carlino. El «poeta de Buenos Aires», como lo llamaba. Elvio apreciaba a Carlino. Al personaje que complementaba su estética. Como estimaba también al paraguayo Gilberto Rivarola, con quien Elvio supo organizarme un viaje para disertar en el Paraguay de Stroessner. Donde ningún intelectual serio -por la presencia despótica de Stroessner- aceptaba ir. Por mi parte, fui porque estaba Stroessner. Con que mi presencia beneficiara, en algo, a un escritor o periodista paraguayo, de los vanguardistas de la resistencia interna, era -para Elvio- más que suficiente.
Me alojé en «Alcándara», la casa del poeta Carlos Villagra Marzal. En Asunción aprendí también a admirar a otro amigo de Elvio, el extraordinario poeta Gómez Sanjurjo. En Asunción pude, además, confirmar la magnitud del mito jerárquico que representaba Elvio Romero. Sobre todo, entre los jóvenes. Los que se acercaban, tan solo, para preguntarme. Por Elvio, mi amigo, el poeta de «los inventos».
El poeta de la palabra siempre justa, solidariamente cordial. El poeta que le encantaba que le leyera, en voz alta, sus poemas. Solía decirme que los sabía interpretar. Que «escribía bien», pero «que titulaba mejor».
Vaya entonces como única infidencia. Una tarde Elvio me trajo una carpeta de superior poesía amorosa. Debía entregarla a Editorial Losada. Vacilaba entre tres o cuatro títulos que aludían, para mí, a boleros deplorables. Le leí, en voz alta, naturalmente interpretada, el primer verso del poema que elegí al azar. Decía: «hoy me he puesto a encender el viejo fuego».
El título estaba en ese verso. «El viejo fuego».
Para terminar la evocación, se me ocurre un final casi previsible. Elvio lo desaprobaría.
El viejo fuego de Elvio Romero es inextinguible. Es el invento que mejor le salió. La poesía que siempre nos va a entibiar. A encantar. A enriquecer.
Jorge Asís,
verano del 2010.
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